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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Ernesto Semán: “Más que polarización, lo que hay en Argentina es una clara radicalización de la derecha”

Para el escritor e historiador argentino, no hay una contracara al nivel de confrontatividad y las ideas violentamente críticas que impulsa la derecha sobre sectores sociales, raciales y políticos

Todo argentino que vive en el exterior el tiempo suficiente como para que el país salga en las noticias, en algún momento tiene que responder a un par de lugares comunes sobre Argentina: ¿por qué tanto conflicto, cómo puede ser que no haya una prosperidad generalizada si lo tienen todo vacas ríos montañas campos climas? Al escritor e historiador argentino Ernesto Semán, que vive afuera hace 22 años (18 en Estados Unidos y cuatro en Noruega), estas preguntas le parecen, francamente, “una boludez”. Pero cuando aparecen, antes de entregarse al rechazo, recurre al hábito docente de tirar del hilo de las preguntas. De ver qué dicen acerca de las percepciones que tiene la gente sobre sí misma y sobre el lugar en el que viven.

“Todos hablan como si tuvieran resuelto el problema distributivo, ¿no?”. Esa especie de pánico moral por lo que ocurre en el país, dice Semán, “tiene que ver con naturalizar que no hay conflicto distributivo que justifique el desencadenamiento de crisis políticas o sociales o económicas”. O, de otro modo: es no entender por qué un colectivo, un movimiento político, puede paralizar un país o un sector para pelear por sueldos, por subsidios, para defender beneficios adquiridos. Que es no entender la relación singular que puede tener un argentino con lo que considera sus derechos básicos, una idea que en tradiciones políticas como el peronismo —pero no exclusivamente— incluye la “necesidad de atender o de prestar atención a las realizaciones materiales”. Las identidades populistas en Argentina y en América Latina, dice Semán, suponen formas particulares de pensar la igualdad y las luchas por la distribución de ingresos, pero eso escapa a una mirada que solo ve el populismo como una suerte de crisis del Estado de derecho.

Ernesto Semán es profesor de Historia Latinoamericana en la Universidad de Bergen, en Noruega, y antes fue profesor en la Universidad de Richmond, en Estados Unidos, y antes periodista en los diarios argentinos Página/12 y Clarín. Como reportero político conoció de cerca a los Kirchner, con quienes trabó una relación que, a partir de 2003, se convertiría también en un vínculo de colaboración con el Gobierno argentino a través del consulado en Nueva York, adonde Semán se había ido a vivir en el 2000 para escribir ficción. Entre novelas y obras de política e historia, ha publicado siete libros. El último, Breve historia del antipopulismo, es un recorrido por el origen y las derivas que ha tenido la idea de que Argentina está fundada sobre un mundo plebeyo amenazante, una masa de bárbaros a los que hay que contener y orientar para poder acceder a “un futuro moderno y próspero”.

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Pregunta. ¿Cuál es el malentendido más frecuente sobre Argentina con el que se ha topado entre colegas académicos de otros países?

Respuesta. En Estados Unidos era muy difícil encontrar interlocutores en el mundo académico y en el mundo político que entendieran el populismo latinoamericano no solo como un problema, sino también como una contribución en términos de la historia específica de América Latina, pero también en términos de qué era lo que pasaba en Estados Unidos: las referencias a lo que ellos imaginaban como iconos del populismo latinoamericano, sobre todo Perón, asociados a un montón de problemas o defectos del sistema político norteamericano. Lo cual les permitía pensar siempre que los problemas norteamericanos eran exógenos, que eran una contaminación que venía de afuera. Y eso les impedía al mismo tiempo ver hasta qué punto había formas de pensar los derechos de formas colectivas. Que había formas de pensar los derechos de propiedad o de ganancia o los derechos individuales en una relación más productiva y tensa con ideas de derechos colectivos que venían de América Latina y que venían, entre otras cosas, de tradiciones populistas. Ese malentendido es imposible.

P. En los últimos años, en América Latina se ha usado la idea de “polarización” como una explicación casi tautológica para todo, en especial para hablar de procesos electorales y del surgimiento de candidatos insospechados. ¿Le parece que la idea de polarización puede servir para explicar algo de la realidad argentina actualmente?

R. En el caso de Argentina yo no sé que sería la polarización. Lo que veo más es una marcada radicalización de la derecha en sus agendas, en su discurso, y en el tipo de identidad política, social, y en algunos casos racial, que se va construyendo alrededor de esa radicalización. Pero, ¿cuál sería la contraparte de izquierda que justificaría hablar de polarización, que implique un mismo nivel de radicalización y de confrontatividad? ¿La Cámpora? ¿Cristina Kirchner? Que son, en el mejor de los casos, movimientos que han impulsado diagnósticos más o menos radicales para el desarrollo de políticas extremadamente moderadas. ¿La izquierda, que hizo razonablemente buenas elecciones en algún lugar, pero que ni remotamente apareció y, lamentablemente, no aparece como una opción verosímil de poder? En Argentina, el año pasado, hubo que dejar jirones ¡jirones! de identidad política y de poder político para aprobar la ley del etiquetado frontal de los alimentos. Fijate de lo que estamos hablando: una puta etiqueta. No te digo la reforma agraria, la eliminación de la policía, la socialización de los medios de producción… No, una puta etiqueta que dijera: “Esto tiene cosas que pueden matar chicos si se come en exceso”. Eso fue el nivel de radicalización.

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P. Pero existe la sensación de que Argentina vive en permanente conflicto.

R. Me parece que hay altos niveles de confrontatividad, pero frente a eso, frente a esa radicalización marcada y empíricamente comprobable de la derecha, lo que hay es todo lo contrario. A veces me parece milagroso y a veces frustrante: lo que ves son movimientos sociales, millones y millones de personas, metidas en negociaciones insoportables con el Estado, con los brokers en el medio, con los partidos políticos, con sus propias organizaciones para sacar tres pesos con veinte de acá, para extender un subsidio que permite tal cosa, para evitar la vulneración de tal otro derecho… pero nadie le voló la casa a nadie. Lo más terrible que hacen es un piquete. Hablamos de un país donde hay un 37%, un 40% de pobres. O sea, 20 millones de pobres. Y lo único que hacen son piquetes… Millones y millones que se cagan de hambre y aun así deciden canalizar la forma o el intento por remediar eso a través de organizaciones políticas, de prácticas públicas… No sé, mi impresión en el caso de Argentina es que lo que hay, de momento, es mucho más una radicalización de la derecha en niveles importantes y crecientes, más que una polarización.

P. Hablando de la radicalización de la derecha y de este aumento de discursos cada vez más clasistas, más racistas, ¿cómo se inserta esta idea que aparece en su último libro de que el antipopulismo suele asociar a las masas, a los plebeyos, con la irracionalidad, en un momento en el que casi lo único a lo que apelan la derecha y las élites son justamente las emociones?

R. No solo la derecha, sino, muy novedosamente, en el último tramo de su disputa dentro del Gobierno, Cristina Kirchner hizo una crítica al manejo de los planes sociales que tenía ese componente de crítica antipopulista, de que las organizaciones sociales manipulaban la voluntad de la gente con el manejo de los planes sociales. O sea, el antipopulismo tiene un componente político que es la denuncia por el uso corrupto de los recursos públicos; el componente económico, que es la crítica a que ofrece beneficios inmediatos que son insustentables en el futuro; y tiene esa dimensión social en la que construye un sujeto que está arrinconado económicamente y que, por lo tanto, no puede pensar racionalmente y se deja llevar por las emociones. Pero al mismo tiempo no solo por las emociones, sino que, en esa situación de carencia, es víctima de aquellos que le ofrecen beneficios inmediatos a cambio de su voluntad política. Es como la combinación de lo irracional con el racionalismo extremo, con el cálculo. En cualquiera de los dos casos, ese arrinconamiento económico los deja sin libertad y produce una especie de política de segundo orden, como las marcas que consumen. El que juzga de esa manera reclama una racionalidad para el resto de los actores políticos desprovista de emociones, y construye por default una idea de libertad totalmente abstracta en la cual no existen fórmulas de opresión, no existen todas las alternativas posibles y el resto de la gente —los proctólogos, los arquitectos, los periodistas— votan pensando en cómo su interés se inserta en el interés general, y cuando alguien los intenta engañar se dan cuenta y votan otra opción… Y los que están arrinconados económicamente no tienen esa posibilidad.

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P. ¿Ha cambiado esa mirada en el contexto político actual?

R. En estos últimos meses me parece que se introducen dos novedades. Uno es esto que te decía yo: la alusión de Cristina Kirchner a la forma en la que los movimientos sociales manejan los planes sociales es sugerente. Da la impresión de que, una vez que los movimientos sociales muestran algún nivel de autonomía respecto del Estado que les da sus planes, aparece frente a ellos la denuncia, ahora desde el mismo kirchnerismo, de una actitud irracional. A los sujetos representados por los movimientos sociales se les acusa de estar subordinados al Estado y se les reclama autonomía, pero cuando adquieren un mínimo intento de esa autonomía, se los denuncia desde ese mismo Estado.

P. ¿Y la otra?

R. La otra cosa que aparece es la crítica antipopulista al surgimiento de movimientos de derecha, sobre todo el de Javier Milei [un diputado ultraliberal vociferante, con discurso antisistema, que dice que la justicia social es una aberración y que el Papa es el diablo], que no sé qué proyección electoral puede llegar a tener pero que tiene una influencia discursiva muy importante, y preocupante en varios sentidos. Pero la crítica no se centra en la derechización que implica su discurso, sino en la falta de legitimidad de la decisión de apoyarlo de quienes supuestamente lo apoyan. Aparecen discursos que explican el apoyo a Milei como una respuesta a algo. Supuestamente hay un voto que no es una reacción, que es proactivo, que vos votás por la libertad y por un mundo mejor, por no sé qué cosa, y ese es un voto puro. Y hay otro voto que es una reacción, como algo irracional, que no está bien medido, que no tiene propuesta propia. Y entonces es la reacción ante la crisis, ante la falta de propuestas, ante la inseguridad, la que hace que esta gente —que no es que esté de acuerdo con Milei— se deje llevar por él. Como si aparte esa gente tuviera una serie de opciones políticas fascinante y en el medio de eso se decide apoyar este tipo…

Hay elementos racionales y emocionales que pueden servir para explicar por qué ese voto va hacia Milei con la misma legitimidad que va hacia otras opciones políticas, dice Semán, por más tremendo que a uno le parezca. Pero eso implica no hacer omisiones ni “construir un estado de naturaleza totalmente implausible” y mirar la realidad de quienes se ven interpelados por esos discursos. “No la que se inventan los tipos en sus despachos”.

Fuente: El País

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