Imagen Joha Berrondo
acoso silencioso
Andén de estación ferroviaria, dos de la tarde.
Una mujer consulta su celular.
Un gendarme se coloca detrás de ella y, a distancia prudencial, mira la pantalla del dispositivo ajeno. Agudiza la vista.
La mujer levanta la cabeza, gira levemente. El gendarme se aleja unos centímetros. La observa de arriba abajo, de abajo hacia arriba, varias veces, siempre detrás de ella.
Uno de la misma fuerza pero más joven, a diez metros, le hace un gesto con las cejas. Cruzan miradas. El mayor le guiña un ojo y sonríe.
La mujer gira como para buscar a alguien y vuelve a su celular.
Se repiten las acciones: de la mujer, del gendarme espía, del otro cara de niño, con sincronicidad de vals.
Toda la escena se desarrolla en absoluto silencio hasta que el gendarme más grande decide acortar distancia con el más joven, se le acerca a paso aborcegado y le murmura: “no me dejó leer, la hija de puta”.
cómo no amarla
en la noche musical de los tejados
en el absoluto marrón de los cauces
en el verde nativo de las hojas
en el gráfico áulico de la infancia
en el canto ceremonioso de las piedras
en el grito hermano de la lucha
en la infusión sanadora de la mano de tu mano
en la lágrima viva
en la vanguardia y más allá de los protocolos
en la danza oceánica del mundo
lluvia en guaraní
Hoy, mientras llovía, una mujer que salió de su casa puteando, literalmente, casi me lleva por delante. Cuando se dio cuenta me miró a los ojos, me pidió disculpas y agregó con simpatía algo así: “esa costumbre que tengo de salir disparada”. Nos reímos. Entendí perfecto de qué hablaba. Y siguió caminando su apuro.
Al llegar a la esquina le habló en guaraní a un hombre parado en la vereda de enfrente. Y volví a entender. Dijo lluvia, además de que endulzó su voz y suavizó el paso. Después continuó con el ritmo y la perdí de vista.
Yo seguí por la misma vereda, bajo la misma lluvia, con el mismo paso hasta llegar a mi primer destino.
mari mari
Antes, durante y después
de tu intemperie
ella te abre su corazón,
sólo que vos te das cuenta
cuando quedás parada
en medio de la nada.
Ella y vos,
como tantas veces,
conversan,
ríen,
evocan,
lloran.
Mientras vos sólo mirás
ella interviene
para deshacer
una pelea callejera.
Después dramatiza una clase
de capoeira
que te hace olvidar
de todos los dolores.
Y cuando ya está
la primera parte
del poema sobre la mesa,
vos le nombrás
un detalle que,
gracias a la charla,
recuperaste.
Cerrás los ojos y se lo decís,
como decís tantas cosas,
al pasar.
Pero ella, que no deja pasar nada
escribe la última estrofa
salvadora,
breve,
en la que tu intemperie
se abriga
con una lluvia finita.
ensayos
Una muchacha de cabellos de fuego abre la puerta del zaguán y se sienta sobre el piso ajedrezado. La intensidad de sus ojos verdes no pasa inadvertida para el afilador de boina que anda ofreciendo sus servicios a la hora en que los vecinos empiezan a preparar el almuerzo. Ante esa mirada irresistible, él abre de más su boca y cae al piso su flauta de pan interrumpiéndose el característico silbido de tres o cuatro notas. Él practica un piropo en su cabeza, quiere pronunciarlo pero se contiene.
—¿Cuchillos…? ¿Tijeras…? — pregunta.
La joven niega con la cabeza.
El afilador recoge su chiflo, lo limpia rápidamente en su camisa, lo acerca a sus labios y vuelve al silbido no sin antes transformar su piropo: desliza en el aire un besito.
acordes
en los campos del único cultivo
en los montes arrasados por la serenata
de la motosierra
en los atardeceres donde el horizonte
es puro humo
en las reducidas ventanas
de ciudades de vanguardia
nosotras
alfareras de esperanza
¿qué adoramos más?
¿el canto de los pájaros
o su persistencia?
veredas rotas
Dos mujeres
así, como de la nada,
empezaron a hablar
del día en que los árboles
van a tomar la ciudad,
van a saludar
desde las grietas del cemento
con sus raíces
en la trama interminable.
—¿Saludar? Van a hacer bosta todo.
—En el fondo nos merecemos ese amor.
—Desde el fondo viene.
Y yo les creo.
Creo en lo que dicen
sus miradas,
sus risas.
Son del bosque,
nativas
guardianas de la vida.
Cómo no creerles,
si echan sombra y protegen,
abrazan y brillan,
son rama y refugio de pájaros
y son mujeres que amo.
cíclopes de luz
Empezó el calor. A principios de diciembre decidimos hacer la clase al aire libre. Sacamos las sillas y las acomodamos en círculo.
Hay lectura de producciones propias pero nadie se anima a empezar. Se van “pasando la pelota” entre risas y bromas.
Finalmente la más joven dice: yo leo.
Escuchamos con atención y expectativa. La ronda se va agrandando con la llegada de más estudiantes. Las palabras y miradas van y vienen.
Con su hijo en brazos la muchacha lee una anécdota de su infancia. El hijo la interrumpe y ella, amorosamente, se dispone a amamantarlo. Aguardamos en silencio a que retome. Vienen gritos de alegría desde el interior de un salón. Unos perros que pelean pasan a ser por un instante el foco de las miradas, mientras ella se acomoda para la doble tarea. Y, ya con el niño en la teta, la estudiante reinicia su lectura.
Su voz es clara, expresiva, melancólica. Su relato despierta algunas lágrimas. Estamos en medio de su historia donde una nena pedalea a toda velocidad en triciclo, un gato se cruza y sale corriendo como loco; nos envuelve el olor a bizcochuelo quemado y la abuela que, al principio se asoma a los gritos desde la cocina, transforma su enojo en emoción profunda al descubrir que acaba de llegar su hermana, de lejos, inesperadamente. Un abrazo eterno entre ellas mientras el gato se toma la crema que estaba destinada a decorar la torta.
-Es largo lo que escribí. Recién me doy cuenta ahora que lo leo en voz alta- dice la joven.
-Está bueno, – agrega otra- a mí me pasó algo parecido.
-Sí, pero yo le inventé un montón de cosas- aclara.
Alguien más se anima con una historia. Y todas las voces leen lo suyo.
Habitamos la tarde en un espacio que nos pertenece, nos inspira. Alguien desde afuera de la ronda convida mates. Y los perros, más allá, siguen levantando nubes de tierra.
La nochecita nos envuelve, se apagan las luces naturales: dan lugar a los faroles nuevos. Un recién llegado improvisa el relato de cómo aparecieron esos cíclopes de luz tan por arriba de nuestras cabezas. Lo cuenta con gracia y todas las historias de esa ronda se entretejen.
parto
Ayer, una canción sin voz dentro de mí,
una sucesión de devociones mudas.
Yo, una figura de barro agrietada
sin el privilegio de la sed.
Ante mis ojos, colores difusos.
Ahora la mirada vuelve a ser mía.
Las manos abandonaron los puños
y el grito ahogado.
Tomo la arcilla, palpo su humedad.
Amaso lenta pero firme,
puedo sentir el calor en los dedos
y en la palma toda
y el cambio de textura.
Huelo la masa
hasta con los pies descalzos.
Hundo mis plantas
por completo en ella.
Me acuclillo juntando los dedos
y acurruco todo mi ser para alcanzarla
también con la plegaria de mis ojos.
Veo así nuevas formas.
Descubro una curva, una saliente,
un pequeño hueco.
Tonos, variaciones
en su murmuración de mineral.
Otra vez
cuando moldeo
soy parida desde mis manos
que asisten al milagro que pulsa
acomodando la fuente de calor,
redondeando imperfecciones,
humedeciendo mi corazón también de barro.
Y tengo sed.
Aparecen las primeras piezas,
vasijas silbadoras, udus,
ocarinas, silbatos.
Estas manos encuentran mi voz de nuevo.
Ahora soy una canción.