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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Del “green, blue & purple washing” a la economía de la guerra y el ajuste

La crisis de legitimidad de los espacios multilaterales y la intervención del sector privado en estas dinámicas no han cesado en el marco de la pandemia, más bien se han profundizado. En este artículo se reconstruyen los antecedentes de esta crisis, las tensiones que se expresaron en el contexto de la pospandemia y de una economía de guerra y la falsa confrontación entre un capitalismo autoritario-nacionalista-conservador y un capitalismo global que apuesta por larecuperación en clave verde, azul y morada. Finalmente se presenta una serie de reflexiones y líneas de acción en clave feminista e internacionalista.

Una gobernanza corporativa teñida de verde y morado

Las cumbres del G20 en Buenos Aires (2018) y del G7 en Biarritz (2019) nos mostraron cómo el capitalismo global intentaba legitimar sus espacios de decisión antidemocráticos y pro corporaciones con un manto feminista, que no conseguía encubrir su agenda mercantilizadora, privatizadora y autoritaria. El repertorio usado en torno a la “inclusión laboral y financiera” de las mujeres tuvo un protagonismo central en la agenda de estos foros económicos, pero esto no era una novedad para estos espacios de gobernanza global. Es posible historizar la incorporación de las agendas de “inclusión” y “empoderamiento” de las mujeres en estos foros, organismos y cumbres (OMC, G7, G20, FMI) que buscan impulsar una serie de políticas y decisiones –ya sean vinculantes o no– a escala global.

Los gestos y señales en dirección a una “agenda de género” también se acompañaron con una mirada segmentada sobre las destinatarias de la política pública. En esta dirección, en 2017, los gobiernos de Islandia y Sierra Leona, así como el Centro de Comercio Internacional impulsaron una declaración sobre la mujer y el comercio en la reunión ministerial de la Organización Mundial del Comercio (OMC) realizada en la ciudad de Buenos Aires. Esta declaración se justificó con el “fin de ayudar a las mujeres a alcanzar su pleno potencial en la economía mundial”[1], aunque en realidad buscaba ocultar el fracaso de una serie de negociaciones en temas considerados claves para los países (patentes, agricultura, pesca y comercio electrónico). Finalmente, los gobiernos apoyaron la “Declaración Conjunta sobre Libre Comercio y Empoderamiento Económico de las Mujeres” basada en una visión reduccionista y binaria del empoderamiento económico de las mujeres, alineada con los principios del neoliberalismo.

En el caso del G20, esta agenda tomó consistencia en el evento del Women-20, que reunió a mujeres líderes, empresarias y mandatarias de los países integrantes y que se realizó en 2018 en Argentina. Si hay algo que enalteció este grupo de afinidad del G20, fue que planteaba avanzar en la “inclusión laboral, digital, financiera” y en el “desarrollo rural” de las mujeres, y era precisamente el emprendedurismo una vía clara para este camino. Entre las destinatarias que se pretendía favorecer a través de las políticas del emprendedurismo estaban las mujeres “en situación de vulneración social” y las que se encontraban en “procesos de innovación social productiva” (W20, 2018), una lógica de emprendedurismo situada en las antípodas de las experiencias de economía social y autogestionada (Partenio y Pita, 2020). Esta agenda se intentó retomar en el G7, anunciando que los Estados se comprometían a trabajar por el “empoderamiento de mujeres y niñas” con acciones nacionales. De hecho, en la convocatoria encabezada por Francia llamada “Alianza Biarritz” se proponía trabajar en un “catálogo de leyes a favor de las mujeres”, teniendo como objetivos “acabar con la violencia de género; garantizar una educación y una salud equitativa y de calidad; fomentar el empoderamiento económico de la mujer, y garantizar una igualdad total entre hombres y mujeres en las políticas públicas”[2].

Las cumbres del G20 y G7 mencionadas se celebraron en un escenario de prepandemia y preguerra de Ucrania en el que los liberales (encabezados por Macron, Trudeau y en Sudamérica por Macri) aún podían pretender defender una vía liberal verde y morada frente al proteccionismo y autoritarismo de Trump, Bolsonaro o Putin. En aquel momento ya advertíamos (Martí, 2019) de que las diferencias entre un capitalismo proteccionista y conservador y un capitalismo liberal tenían más de escenificación que de diferencias materiales reales. De hecho, más allá de un relato sostenible y pro igualdad[3], las políticas impulsadas por el G20 seguían profundizando el endeudamiento y la precarización de las mujeres, así como un capitalismo verde destinado a abrir nuevos nichos de negocio.

En el caso de las cumbres del G20 se evidenciaron los vínculos entre el régimen económico y el resurgir de gobiernos neoliberales y políticas conservadoras. Para el caso de América Latina, la políticas alentadas por este foro económico se encontraban en línea con las políticas implementadas en sus países miembros, como el caso del gobierno brasileño, denunciado por los movimientos sociales y campesinos por ser el mayor consumidor de agrotóxicos en el mundo, por privatizar la mayor reserva de agua (el acuífero Guaraní), por profundizar las políticas de deforestación de la Amazonía (sumado a los incendios masivos en 2020) y por sostener la complicidad con las transnacionales como Vale, Syngenta, Bayer y Monsanto, entre otras.

Además, a pesar de que se confrontaran las propuestas proteccionistas con las del libre comercio, en el fondo ni las políticas de unos ni las de los otros eran puramente proteccionistas o en favor de la liberalización total del comercio mundial, ya que por encima de todo lo que buscaban era mejorar las posiciones de las empresas de cada país en una nueva guerra comercial motivada por el auge de China y la carrera por asegurarse el acceso a unos recursos cada vez más escasos.

Nuevo escenario: guerra y pandemia

Los relatos verdes, azules y morados tuvieron otro momento de resurgimiento los primeros meses de la pandemia. En un contexto de crisis superpuestas, tenía sentido impulsar una recuperación verde y morada de la economía que atajara la crisis de cuidados así como la crisis ecológica; aunque pronto vimos que no se trataba de eso, sino de transferir grandes cantidades de fondos públicos al sector privado, para rescatar las empresas en quiebra e impulsar el capitalismo verde y digital –una apuesta del poder corporativo que pretende resolver el agotamiento energético y la crisis climática creando nuevos nichos de negocio como las renovables o la digitalización–[4].

La guerra en Ucrania pone encima de la mesa una economía de guerra que viene a destapar todas las tendencias de fondo

En el momento actual, la guerra en Ucrania pone encima de la mesa una economía de guerra que viene a destapar todas las tendencias de fondo que ya detectábamos –crisis energética, extractivismo, encarecimiento de la vida y en particular de los alimentos, endeudamiento, autoritarismo, alianzas público-privadas, etc.– y entramos en un nuevo escenario en el que la guerra por sí misma justifica las medidas tomadas, sin necesidad de grandes relatos verdes o violetas. La inflación, la subida de las tasas de interés y las consiguientes crisis de deuda –pública y privada–, el resurgimiento de la apuesta fósil (gas, carbón y nuclear) y la alianza con los complejos industrial-militares o la aceleración de la política comercial (con nuevos tratados y flexibilización de las barreras al comercio del maíz, por ejemplo) se justifican por la guerra y sus consecuencias.

El retroceso democrático y de derechos humanos en el marco de la imposición de la agenda neoliberal[5] no es una novedad, pero el nuevo contexto permite justificarlo sin necesidad de maquillajes. Por tanto, cada vez tiene menos sentido seguir defendiendo una “globalización feliz”, aunque fuera como mero recurso retórico. Además, todo indica que esta tendencia seguirá profundizándose, ya que “entramos en un contexto de mayor competencia interimperialista en casi todos los ámbitos, con la tendencia a conformar nuevos bloques comerciales y militares” (Pastor, 2022).

En este contexto, unas pocas grandes empresas (militares, financieras, energéticas, de la agroindustria, digitales) siguen aumentando su poder y beneficios, mientras que los compromisos climáticos se debilitan más y más y los derechos humanos desaparecen en favor de una retórica verde, morada, azul a la carta. Ha sido el lockdown opportunism (Gurumurthy y Chami, 2020) y la ausencia de regulaciones los que han permitido a los grandes grupos económicos y empresas transnacionales enriquecerse en los largos meses de pandemia global. En territorios del Sur global, como el caso de América Latina, los meses de confinamiento y aislamiento social han sido solo para las personas, pero no para la actividad económica de proyectos extractivos (mineros y de hidrocarburos) vinculados a la deforestación y el crecimiento exponencial de las empresas de plataforma.

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La plataformización transforma la producción, la distribución y la reproducción social, de manera que refuerza la concentración del poder económico y social en manos de las corporaciones y los países del Norte global (Gurumurthy, Chami y Alemany, 2018). Esta expansión ha ampliado la brecha digital por género y ha acelerado la exclusión digital de las mujeres, poniendo de manifiesto las disparidades socioeconómicas dentro de los países y entre ellos. En el caso de las empresas de plataforma “multientrega a demanda” (delivery, logística, transporte de pasajeros) han incrementado sus ganancias de manera exponencial gracias a la ausencia de regulaciones laborales, previsionales y fiscales. Al igual que las tendencias monopólicas de este sector de “multientrega a demanda”, el ecosistema del comercio electrónico y los negocios dinamizados por la tecnología financiera también se ha visto concentrado en la figura de unos pocos actores, convirtiéndose en los mayores ganadores de la pandemia. Este oportunismo del confinamiento ha demostrado que el capital siempre tiene una opción de salida (Gurumurthy y Chami, 2020). Y es especialmente preocupante en términos de compromisos climáticos lo sucedido durante la pandemia en materia de expansión de megaproyectos extractivos, la industrialización del océano, las industrias pesqueras y la minería de aguas profundas, la deforestación de bosques[6], el incendio intencional de humedales y tierras para la especulación inmobiliaria y el agronegocio. Bajo el discurso de la “economía azul”, los espacios multilaterales en los que se negocian las prioridades y protecciones de los océanos se fueron cerrando para las negociaciones cara a cara debido a las condiciones de la covid-19, aunque las agendas de los intereses dominantes a menudo siguieron en juego. Esto ocurre especialmente en los espacios donde se institucionalizan las prácticas de gobernanza multipartes, ya que los intereses corporativos pueden aprovechar las condiciones inusuales para avanzar en sus agendas (Chung, 2022).

Por tanto, a pesar de que la pandemia evidenció los riesgos de la expansión de megaproyectos extractivos sin regulación ni control público, de dejar los sectores estratégicos como la salud o los cuidados en manos de empresas privadas y de depender de cadenas de producción globales para el suministro de bienes básicos, el nuevo escenario no ha supuesto un punto de inflexión para transformar la gobernanza global, sino que ha servido para dar un paso más en su consolidación.

Guerra y reajustes en el comercio global

La pandemia evidenció las graves consecuencias del actual régimen de comercio e inversión neoliberal. Un régimen que facilitó la privatización de servicios públicos, incrementó la dependencia de las importaciones, salvaguardó la protección de la propiedad intelectual por encima del derecho a la salud y profundizó la destrucción de ecosistemas –que es un factor que facilita la transmisión de patógenos zoonóticos como la covid-19–. Sin embargo, las principales potencias económicas siguen promocionando la firma de tratados económicos, vendiéndolos como una estrategia central para superar la crisis económica. Se da así una huida hacia adelante en la internacionalización económica que es vista como la única vía para intentar atajar el limitado crecimiento económico y la dependencia material-energética. Además, la retórica de la guerra (ya sea comercial o bélica) justifica la política comercial por la necesidad de consolidar los bloques.

En 2020, China logró la firma de la Asociación Económica Integral Regional, un acuerdo entre 15 países de Asia y Oceanía que abarca el 30% de la población mundial. Asimismo, la Unión Europea en los últimos años ha avanzado negociaciones con Vietnam, México, Chile, Australia, Nueva Zelanda y Mercosur (Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay) (Kucharz, 2021; Ghiotto y Echaide, 2020). Y EE UU, a pesar de los discursos proteccionistas de Trump, renovó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y recondujo la guerra comercial con China con la firma de un acuerdo comercial. Estas políticas demuestran que no nos encontramos tanto en un proceso de desglobalización debido al avance del proteccionismo, sino ante un reajuste de las políticas comerciales de las grandes potencias motivado por tensiones intracapitalistas y la necesidad de reposicionar los capitales nacionales fortaleciendo la política de bloques; aunque siguen sin ser bloques completamente aislados, ya que las propias dinámicas del comercio global evidencian las fuertes interdependencias globales.

La competencia interimperialista tiene consecuencias graves para los países del Sur global

Por otro lado, la competencia interimperialista tiene consecuencias graves para los países del Sur global, que son quienes terminan asumiendo los impactos de las subidas de precios y las políticas financieras y monetarias. Además, se profundizan las lógicas neocoloniales por un afán de blindar las áreas de influencia comercial, así como el acceso a recursos estratégicos. Una de las consecuencias que se está haciendo evidente en el nuevo contexto abierto por la guerra de Ucrania es la escalada de precios de la energía y de los cereales, con graves consecuencias para gran parte de la población mundial.

Asimismo es interesante mencionar cuál es el papel de la OMC en este nuevo contexto, teniendo en cuenta que desde hace décadas la proliferación de tratados bilaterales y regionales hizo que la OMC dejara de ser el eje central de las políticas comerciales. De esta forma, las principales potencias económicas utilizaron la OMC para cuestiones claves como la protección de la propiedad intelectual o como estructura base para la coercibilidad del derecho comercial global (a través del sistema de solución de diferencias), sin que ello les impidiera seguir impulsando negociaciones a medida con países y regiones de forma bilateral. Y, principalmente, librándose de tener que aprobar medidas como las regulaciones antidumping que promovían los países del sur para frenar los impactos que generan las subvenciones agrarias de la UE y EE UU para su población.

De hecho, la pandemia ha puesto encima de la mesa el papel clave de la OMC en la defensa de los intereses de las corporaciones europeas y estadounidenses, con unas negociaciones sobre la liberalización de las patentes de las vacunas y tratamientos contra la covid en las que ha primado el interés comercial por encima del derecho a la salud. Tal como lo han demostrado las campañas internacionales por el acceso popular y feminista a las vacunas en el marco de la emergencia sanitaria[7], la sociedad civil ha sido apartada de los debates en la OMC, reforzando de esta manera el rol funcional de este espacio para los intereses del poder corporativo.

Captura corporativa de la gobernabilidad global

La evolución de espacios claves para la gobernabilidad global como las Naciones Unidas, o más concretamente las Cumbres del Clima, muestra también cómo, más allá de los discursos sobre los derechos humanos, la equidad de género o la acción climática, el poder de las grandes corporaciones se hace cada vez más evidente. Haciendo un poco de historia y colocando en la balanza el alcance de los resultados de sus conferencias, dichos espacios no se caracterizaron por sus dinámicas democráticas o en los que poder avanzar de forma efectiva en la garantía de derechos humanos, pero hoy en día esta incapacidad para abordar los principales retos globales se hace más patente que nunca. Y los intentos de maquillar su actuación con grandes campañas y objetivos no consiguen tapar el hecho de que prioricen los negocios corporativos antes que el bien común.

La evolución de las Naciones Unidas muestra que, a pesar de instaurarse como la organización multilateral internacional que debería asegurar la gobernabilidad en un mundo globalizado, en la práctica este objetivo queda lejos de la realidad. En primer lugar, por configurarse en base a una estructura obsoleta, fruto del escenario de posguerra, que institucionaliza las jerarquías entre Estados y permite su utilización por parte de EE UU de forma unilateral, como demostró el aval del Consejo de Seguridad a la invasión de Iraq, o la utilización del intervencionismo humanitario como un instrumento de imposición de la globalización neoliberal.

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Y, en segundo lugar, las Naciones Unidas han fallado en la puesta en práctica de mecanismos de prevención y garantía de los derechos humanos, como evidencia el fracaso de los Objetivos del Milenio y los Objetivos de Desarrollo Sostenible y la imposibilidad de aprobar mecanismos de regulación de las empresas transnacionales. Ello se debe, como se denuncia desde hace años, a la captura corporativa de las Naciones Unidas promovida desde el mandato de Ban Ki-moon, que instauró la cooperación entre los órganos de NN UU, empresas transnacionales y sociedad civil.

Este modelo de gobernanza compartida se ha ido consolidando en base a la lógica de las “múltiples partes interesadas” o multistakeholderism, que legitima la creación de “organismos en los que se reúnen Estados, corporaciones y organizaciones de la sociedad civil seleccionadas para abordar y tomar decisiones sobre problemas globales y crisis importantes” (Haar y Brennan, 2021). Se trata de una lógica perversa que obvia los conflictos de intereses y la asimetría entre actores, además de desplazar el multilateralismo, que supone que son los gobiernos quienes tienen el mandato de tomar decisiones. De esta forma, y justificado por la falta de financiación de los organismos multilaterales (por el incumplimiento de las obligaciones financieras por parte de los Estados), se crean nuevas articulaciones multipartes que legitiman la captura corporativa de la toma de decisiones (Manahan y Kumar, 2022).

Además, gracias al poder ganado por parte de los lobbies corporativos, así como por las posiciones pro corporaciones de la mayoría de los gobiernos, las grandes empresas han conseguido frenar varios intentos de regular su actuación a escala internacional. El último bloqueo ha sido el de la Resolución 26/9 aprobada en el Consejo de Derechos Humanos en 2014, en la que se decidió “establecer un grupo de trabajo intergubernamental de composición abierta encargado, entre otras cosas, de elaborar un instrumento jurídicamente vinculante para regular las actividades de las empresas transnacionales y otras empresas en el derecho internacional de los derechos humanos”. Después de ocho años, el proceso está estancado y los borradores de tratado vinculante muestran una propuesta muy alejada del objetivo inicial, en la que se vuelve a apostar por la lógica de la autorregulación corporativa y la voluntariedad.

Asimismo, hoy en día aparece un nuevo concepto, “la diligencia debida”, como un nuevo atajo para evitar la creación de mecanismos de control fuertes, a semejanza de lo que en su día fueron la responsabilidad social corporativa (RSC)[8] y los códigos de conducta, que sirvieron para desviar la atención sobre la necesidad de regular a las corporaciones. La Comisión Europea ya está avanzando en esta línea, proponiendo una directiva que “viene a normativizar la unilateralidad” (Hernández, González y Ramiro, 2021). En este caso se introduce la lógica de la obligatoriedad –lo que ha hecho que algunas ONG y grupos de izquierda vieran la propuesta con buenos ojos–, pero simplemente se obliga a las grandes corporaciones a elaborar planes empresariales sobre los riesgos relativos a los derechos humanos, sin mecanismos efectivos para su seguimiento y control. Y en ningún caso se vincula esta norma con el cumplimiento del derecho internacional de los derechos humanos.

Se trata, por tanto, de una propuesta de derecho blando que una vez más se basa en la autorregulación y no resuelve la necesidad de contar con instrumentos jurídicos internacionales efectivos para controlar los impactos sociales, económicos, laborales, ambientales y culturales de las actividades económicas de las empresas transnacionales. Por lo que las obligaciones de las grandes corporaciones en materia de derechos humanos seguirán siendo remitidas a unos ordenamientos nacionales que han sido desregulados y adaptados a las lógicas neoliberales, sin capacidad suficiente para enfrentarse de forma efectiva a las grandes corporaciones.

Por otra parte, las Cumbres del Clima se han convertido en otro ejemplo claro de cómo opera la captura corporativa. Mostrando un camino paralelo al de Naciones Unidas en el que se publicitan como grandes logros los acuerdos vaciados de contenido. La firma del Acuerdo de París en 2015, que supuestamente era un acuerdo vinculante, en realidad “apenas comprometía a los países a presentar planes nacionales a cinco años vista y no establecía compromisos concretos de reducción de emisiones ni formalizaba un calendario para hacerlo efectivo” (Hernández, González y Ramiro, 2021). Además, en los últimos años las negociaciones climáticas han quedado estancadas, sin capacidad de proponer medidas que den respuesta a las consecuencias del calentamiento global que ya están sufriendo millones de personas en todo el planeta. No se establecen tampoco compromisos claros de reducción de emisiones, ni tampoco se avanza en otros aspectos como la financiación o la transferencia de tecnologías y capacidades entre países (Ecologistas en Acción, 2021).





Todo ello se debe a la creciente influencia de las grandes empresas que, siguiendo con el patrón de la gobernanza multipartes, participan de las cumbres como un actor legitimado más. Así, vemos cómo las cumbres se celebran gracias al patrocinio de las grandes empresas, que se convierten en la alfombra roja perfecta para desplegar su marketing verde; pero eso solo es la punta del iceberg de una captura mucho más encastrada que se basa en la participación de varias coaliciones corporativas en los diferentes espacios de toma de decisión. De hecho, en la COP26 celebrada en Glasgow uno de los puntos de la agenda era la cuestión clave del financiamiento privado y cambio climático, siendo la regulación de la financiación de combustibles fósiles y otros sectores contaminantes uno de los elementos estratégicos para lograr el compromiso de no sobrepasar los 1,5 ºC de calentamiento global. Sin embargo, las grandes empresas y entidades financieras fueron “invitadas no solo a hacer una contribución al evento, sino en realidad a hacerse cargo de la implementación de la agenda de la ONU sobre financiamiento privado y cambio climático” (Haar y Brennan, 2021).

Otro de los resultados de esta cumbre que evidencia el papel central que han tenido las grandes corporaciones es que la medida estelar para combatir el cambio climático sea la apuesta por el “cero neto”, es decir que las empresas y los gobiernos se comprometan con el objetivo de cero emisiones netas. Esta medida, promovida por las propias empresas y ahora avalada por la COP26, también va a ser gestionada por las propias grandes empresas. Como afirman desde TNI, “la Alianza Financiera de Glasgow para Cero Neto será la piedra angular del seguimiento de la COP26. Deberá proporcionar una base para la colaboración y el liderazgo futuros en cero neto en el sector financiero” (Haar y Brennan, 2021). Se entrega así la política climática a las empresas transnacionales, garantizando no solo su fracaso, sino que se convierta en una herramienta más en su beneficio. De hecho, detrás del “cero neto” se encuentra la lógica de la compensación de emisiones y las “soluciones basadas en la naturaleza” que se están convirtiendo en un buen nicho de negocio, con graves impactos para las poblaciones indígenas y campesinas del Sur global.

Finalmente, otro de los ejemplos claros de la captura corporativa se refleja en la intervención del sector privado en la esfera pública, invadiendo todos los aspectos de la vida de las personas a través de las lógicas que instalan las asociaciones público-privadas (APP). Estas se han convertido en una poderosa herramienta para lograr el avance de la privatización de la vida y derechos básicos, como la salud, la energía, la educación, y el acceso al transporte, infraestructura, saneamiento y tierra para cultivo. Estas alianzas no son algo novedoso, pero sí lo es su resurgimiento como “una forma de financiación para el desarrollo promovida por los bancos de desarrollo regionales y las instituciones financieras internacionales como forma de garantizar la financiación de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU”; de esta manera, las APP son presentadas como una “solución mágica” para encabezar megaproyectos de inversión en infraestructura y servicios públicos (Rodríguez Enríquez y Llavaneras Blanco, 2021: 7). El contexto atravesado por la pandemia muestra serias advertencias sobre las dificultades que representa dejar la provisión de servicios de acceso a la salud y la creación de hospitales como nicho de mercado. Esto evidencia las lecciones que ha dejado en los países el manejo de la emergencia sanitaria con servicios de salud pública desfinanciados, ausencia de infraestructura e insumos, y con trabajadores de la salud –mayoritariamente mujeres– en condiciones precarias y con bajos salarios.

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Conclusiones

Como hemos podido ver, las empresas transnacionales han ido ganando cada vez más poder en la gobernanza global. Los cambios en el escenario geopolítico –como la reconfiguración de bloques comerciales– o en la gobernanza de los órganos multilaterales no alteran la tendencia clara centrada en beneficiar a las grandes corporaciones. Ya no se trata de que las grandes transnacionales marquen la agenda o de que tengan acceso directo en la toma de decisiones, sino que a través de la gobernanza multipartes forman parte de la propia gestión de las crisis (sanitaria, ecológica, financiera, de cuidados), lo que pone en juego su solución y fragiliza las llamadas propuestas de “recuperación económica”.

Ante este escenario, no podemos conformarnos con intentar incidir en estos espacios. Tampoco podemos correr el riesgo de conformarnos con el viraje verde, azul y violeta del capitalismo, que se aprovecha de la crisis ecológica y de cuidados para crear nuevos nichos de negocio. Debemos fortalecer los espacios de disputa, construir narrativas que interpelen los discursos hegemónicos y rompan con la desinformación, que desvelen las falsas transiciones, pero también los discursos belicistas que quieren volver a hacernos pagar la crisis con la excusa de la guerra.

Hace tiempo que desde los feminismos venimos diciendo que la salida de esta crisis solo será posible si es descentrando los mercados y colocando la vida en el centro. En un contexto de crisis de la deuda para los países del sur, de políticas de ajuste fiscal y con una agenda marcada por el poder corporativo, vemos la necesidad de analizar los impactos y las alianzas posibles para revertir este escenario. Los retrocesos en materia de derechos laborales y la precarización de la vida se edifican sobre las actuales políticas de ajuste y salvataje de la banca y las grandes empresas.

Para ello es clave reforzar los espacios de articulación global, buscando puentes que nos unan como pueden ser el ecosocialismo, el ecofeminismo o la decolonialidad. En este sentido, como debatimos hace unos meses en la Casa de Defensoras Basoa[9], las alianzas ecofeministas –entendidas como algo más que la suma de ecologismo y feminismo– nos permiten multiplicar la potencia de nuestras luchas, extender solidaridades y superar los compartimentos estancos. Para fortalecerlas y ampliarlas es importante poder combinar la presencialidad y lo digital, lo local y lo global, la construcción de contranarrativas y la sistematización de las denuncias, pero también las estrategias de resistencia. Buscando impulsar un internacionalismo efectivo construido desde territorios en lucha, que nos acuerpe en las urgencias, pero que también construya agendas transformadoras.

Júlia Martí es investigadora de OMAL y forma parte de la redacción web de viento surFlora Partenio es activista feminista argentina e integrante de DAWN, red de mujeres del Sur global

Notas

[1] Para ver la declaración completa: https://www.wto.org/spanish/thewto_s/minist_s/mc11_s/genderdeclarationmc11_s.pdf

[2] https://www.elysee.fr/admin/upload/default/0001/05/d212799579a4b28fa19552c70b576ea235d79480.pdf

[3] En este escenario, gobiernos como el de la Alianza Cambiemos en Argentina alentaron discursos de igualdad de género y de reinserción del país en el contexto de una “globalización feliz” (tomando las palabras de Pastor, 2022) a partir de las agendas de estos organismos, sin embargo, estos intentos fallidos se evidenciaron con los caminos truncos en los que concluyeron las cumbres de la OMC (2017) y el Foro del G20 (2018) en ese país. Además, estos posicionamientos se defendían al mismo tiempo que el gobierno de Macri impulsaba políticas de ajuste estructural y cerraba el acuerdo con el FMI a través del préstamo más grande de la historia.

[4] El máximo exponente de esta apuesta son los Fondos Next Generation EU. Para un análisis de los fondos y sus consecuencias ver: Nicola Scherer, Erika González y Nuria Blázquez (2021) Guía Next Generation EU: más sombras que luces. ODG, OMAL, Ecologistas en Acción.

[5]  En este punto es importante mencionar que, en el caso de América Latina, las dictaduras cívico-militares impuestas desde 1973 en adelante avanzaron ferozmente sobre los derechos humanos, impulsando la persecución, encarcelamiento, tortura y desaparición de personas. Estos gobiernos dictatoriales se articularon con sectores de la élite empresarial en programas económicos con intereses comunes, que instituyeron un cambio estructural en las dinámicas de acumulación. Uno de estos claros ejemplos puede reconstruirse en las dictaduras del Cono Sur, como el caso de Argentina.

[6] Los más altos porcentajes de superficies derribadas en la Amazonia y los feroces incendios se produjeron durante el gobierno de Bolsonaro en plena pandemia, al tiempo que alentaba políticas ambientales marcadas por la criminalización y persecución de comunidades indígenas y defensoras de la tierra y activistas ambientales bajo el paraguas de la operación “Verde Brasil II”.

[7] Como las experiencias de Feminists for a People’s Vaccine Initiative y People Vaccine Alliance campaign.

[8] Un ejemplo claro de este proceso de lavado de cara del poder empresarial se ha registrado en las políticas de responsabilidad social voluntaria asumidas por el sector privado en relación con una agenda rosa, a partir de la creación de indicadores de inclusión de las personas LGBTQI+ en el mercado laboral que no demuestran el cumplimiento de los derechos sexuales sino más bien un mero “pinkwashing”.

[9] En el Encuentro Internacional: Alianzas ecofeministas contra el poder corporativo, se pueden leer las conclusiones en https://omal.info

Referencias

Chung, Mereoni (2020) “Surfacing the Blue Economy”, DAWN Informs, Suva, July.

Ecologistas en Acción (2021) “El acuerdo final de la COP26 prorroga lo improrrogable”. www.ecologistasenaccion.org[consultado el 18/07/2022].

Ghiotto, Luciana y Echaide, Javier (2020) El acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea. Estudio integral de sus cláusulas y efectos, CLACSO/Fundación Rosa Luxemburgo/Greens/EFA.

Gurumurthy, Anita & Chami, Nandini (2020) “A 3-Point Agenda for Platform Workers; as if the South Matters”, Bot Populi, May.

Gurumurthy, Anita; Chami, Nandini, and Alemany, Cecilia (2018) Gender Equality in the Digital Economy: Emerging Issues: A New Social Contract for Women’s Rights in the Data Economy.

Haar, Kenneth y Brennan, Brid (2021) COP26, al mando de los financiadores de los peores contaminadores, CEO y TNI.

Hernández Zubizarreta, Juan; González, Erika y Ramiro, Pedro “Diligencia debida, cuando la unilateralidad se vuelve la norma”, El Salto, 17/03/2021.

Kucharz, Tom (2021) 25 preguntas y respuestas sobre el acuerdo UE-Mercosur, OMAL y GUE/NGL.

Manahan, Mary Ann y Kumar, Madhuresh (2022) The Great Takeover, TNI.

Martí, Júlia “El maquillaje feminista de Macron al G7”, Hordago – El Salto, 17/08/2019.

Partenio, Flora, et al. (2019) “Estratégias para a construção de alternativas ao ajustamento, o endividamento e o neoliberalismo: um Foro Feminista da OMC ao G20”, AA.VV. (comp.) EXCESSIVO: Feministas contra o poder corporativo: Reflexões e alternativas do Foro Feminista Contra o G20. Buenos Aires, Ediciones América Libre.

Partenio, Flora y Pita, Valeria (2020) “Feministas en las calles y Cambiemos en el gobierno: reapropiación de discursos y sentidos en disputa (2015-2019)”, Revista Plaza Pública, año 13-nº 23, Jul. Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires.

Pastor, Jaime “¿Hacia una nueva guerra global permanente?”, viento sur2/07/2022.

Rodríguez Enriquez, Corina y Llavaneras Blanco, Masaya (2021) “Introducción: Asociaciones Público-Privadas y Derechos Humanos de las Mujeres”, DAWN Informs, Suva, Marzo.

Women20 (2018) Emprendedurismo, innovación y acceso a las finanzas, Buenos Aires.

Fuente: Viento Sur

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