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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Comprender o condenar. El salto adelante del bolsonarismo

Lo obtenido por Bolsonaro mostró que la ultraderecha tiene más arraigo del esperado –una implantación capilar a escala nacional–, aunque lo tiene muy difícil para derrotar a Lula en el balotaje.

El 43 por ciento obtenido por el presidente Jair Bolsonaro el domingo 2 no admite explicaciones simplistas. Después de cuatro años de tropelías antidemocráticas, de coquetear con el recuerdo del golpe de Estado de 1964, de amenazar a la Justicia, al parlamento, a los partidos de oposición y de haber hecho una pésima gestión de la pandemia, que se cobró la vida de 700 mil brasileños, el resultado obtenido es una bofetada a todos los que se posicionan contra la ultraderecha.

Entender lo que ha sucedido, las razones por las que el bolsonarismo tiene semejante arraigo en la sociedad supone saltar por encima de las tradicionales excusas que achacan las derrotas del progresismo y de las izquierdas al papel de los grandes medios de comunicación. En esta ocasión, muchos de los principales medios tomaron partido contra Bolsonaro, como lo hicieron la Red Globo, Folha de São Paulo y otros medios masivos, aunque el bolsonarismo tuvo como aliado a una parte de los potentes medios evangélicos.

«Por todo el mapa brasileño lo que se vio fue el crecimiento furioso o la confirmación de una base amplia y aparentemente sólida que oscila entre la derecha y la ultraderecha», señala el periodista brasileño Eric Nepomuceno (Véase artículo “Una victoria de Bolsonaro y la ultraderecha”). En caso de vencer Lula da Silva en la segunda vuelta, el líder petista deberá gobernar a contracorriente, ya que la mayoría del Congreso y la mayor parte de los gobernadores son partidarios de Bolsonaro.

Ideología y economía

En una reciente publicación de la Universidad de Vale do Rio dos Sinos, el economista y profesor del Departamento de Economía y Relaciones Internacionales de la Universidad Federal de Río Grande del Sur Róber Iturriet Avila sostiene que «la extrema derecha está arraigada y mucho más fuerte de lo que se pensaba. Tiene un tamaño inédito en la historia brasileña, impulsada por empresarios, productores rurales y organismos internacionales» (IHU, 3-X-22).

Para el economista, los bolsonaristas de hoy «son los mismos que se opusieron a Getúlio Vargas y Juscelino Kubitschek en la década de 1950 y a João Goulart en la de 1960» y tienen la fuerza suficiente como para detener reformas progresistas a la vez que «persisten en amenazar las instituciones democráticas, incluso si Lula gana la segunda vuelta». Iturriet Avila pone la lupa en los grupos radicalizados de extrema derecha que pretenden desmantelar la institucionalidad democrática de 1985 y la Constitución de 1988, que se tradujeron en la ampliación de los derechos sociales y de los servicios públicos.

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Este tipo de análisis hace hincapié en las ideologías y los valores conservadores, así como en el antirracionalismo que defiende la ultraderecha. Pero, a renglón seguido, Iturriet Avila reconoce que «el sector primario ha logrado ganancias con el gobierno de Bolsonaro y ha habido un aumento en las políticas de transferencia de ingresos» a los sectores populares, aunque las clases medias urbanas perdieron poder adquisitivo y acceso a servicios deteriorados como la educación. En los dos últimos meses, hubo una mejora de la economía y el gobierno decretó una rebaja de 40 por ciento en el precio de los combustibles, por recorte de impuestos.

En efecto, solo el discurso de Bolsonaro contra el comunismo y el Partido de los Trabajadores, los valores conservadores como «Dios, patria y familia» y el rechazo a una supuesta ideología de género no resultarían suficientes para conseguir 50 millones de votos. Por otro lado, la bandera contra la corrupción resultó ser una fachada, ya que los votantes de la ultraderecha hicieron la vista gorda ante la corrupción del gobierno. En efecto, pasaron por alto los escándalos que sacuden al clan Bolsonaro, desde la compra irregular de inmuebles hasta la connivencia de uno de sus hijos con los asesinos de Marielle Franco, entre otros.

Lo que sí le funcionó al bolsonarismo fue la polarización, instalada en el Palacio de Planalto en 2018. Todos los análisis sostienen que Brasil profundizó ese fenómeno, como se refleja en los resultados del domingo, con la derrota de la pretendida tercera vía y la práctica desaparición del PSDB (Partido de la Social Democracia Brasileña) de Fernando Henrique Cardoso.

Desigualdad y odio a los pobres

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Los mercados saludaron los resultados de la primera vuelta con un aumento de casi el 5 por ciento de la Bolsa de San Pablo y una caída de 4 puntos en la cotización local del dólar. Ambas cifras son las mayores en esos rubros en mucho tiempo y, según la columnista de O Globo Miriam Leitão, los grandes empresarios celebran «que Lula será obligado a caminar hacia el centro» (O Globo, 3-X-22). Para el gran capital, no es suficiente la moderación creciente de Lula al colocar de vice a un defensor del neoliberalismo como Geraldo Alckmin.

Es evidente que una parte considerable de la sociedad brasileña rechaza a la izquierda, a la que considera la única fuerza corrupta, al mismo tiempo que adora a los militares y a la cuestionada Policía Militar. Pero también se registra un creciente odio a los pobres, en particular a la población negra y favelada. «Desde que el gobernador Cláudio Castro defendió la violencia policial en las favelas, creció en las encuestas», reflexiona el geógrafo y profesor de la Universidad Federal Fluminense Timo Bartholl.

El profesor en Derecho Ricardo Evandro Santos Martins asegura que «lo que escandaliza a los bolsonaristas, más allá de su pauta moralista cristofascista, es la disminución de la desigualdad social, el horror a la presencia de las clases más pobres en los espacios que antes eran solo de los privilegiados (desde los aeropuertos hasta las universidades). Se trata de un verdadero rechazo a los pobres, de una fobia» (IHU, 3-X-22).

Río, espejo de Brasil

La necesidad de mantener la distinción social y económica, asociada a un apartheid racial, parece caminar pareja con la defensa a ultranza de la violencia de aparatos represivos, como la Policía Militar. Los resultados en Río de Janeiro, una de las ciudades más violentas del continente, se relacionan con esta segregación racial y de clase. Casi el 60 por ciento de los votos para la gobernación se los llevó Castro, aliado de Bolsonaro y heredero del gobernador Wilson Witzel, destituido por causas de corrupción al cumplirse el primer aniversario de su gestión.

Es posible que el estado de Río y la propia ciudad sean un espejo del nuevo Brasil que se va cocinando a fuego lento desde el fin de la dictadura militar. El sociólogo José Cláudio Alves, dedicado al estudio de los grupos parapoliciales, sostiene que las actuales milicias cariocas son herederas de los escuadrones de la muerte. «Cinco décadas de grupos de exterminio dieron como resultado un 70 por ciento de votos a favor de Bolsonaro en la Baixada Fluminense», afirma.

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La Baixada es la enorme periferia de Río poblada por 4 millones de personas, que viven en ciudades dormitorio, con graves problemas de vivienda, saneamiento, educación y salud. Las milicias ya controlan, al menos, el 57 por ciento del territorio de Río, lo que equivale a tener casi a 6 millones de personas a merced de organizaciones paramilitares, según una investigación del Grupo de Estudios de Nuevos Ilegalismos de la Universidad Federal Fluminense y el Observatorio de las Metrópolis de la Universidad Federal de Río de Janeiro.

Por eso, Alves sostiene que «en Río de Janeiro la milicia no es un poder paralelo. Es el Estado» (Público, 28-I-19). «El asesino es elegido, el miliciano es elegido. Tiene relaciones directas con el Estado. Es el agente del Estado. Es el Estado. Entonces no me digas que hay una ausencia del Estado. Es el Estado el que determina quién operará el control militarizado y la seguridad en esa zona.» En suma, el miliciano puede ser diputado, alcalde o secretario de Medioambiente.

Este Estado miliciano o paramilitar, similar, quizá, al que gestionó y apuntaló Álvaro Uribe en Colombia, parece ser el modelo que los bolsonaristas están expandiendo a todo el país como forma de mantener los privilegios, con apoyo de amplios sectores del empresariado y de las fuerzas armadas.

Una buena síntesis la ofrece el sociólogo José de Souza Martins, para quien Brasil dejó de ser un país capitalista emergente para retornar al papel de subalterno y dependiente: «País partidizado pero no politizado, Brasil es histórica y políticamente un país con tendencia de derecha, donde la izquierda siempre fue minoritaria» (IHU, 4-X-22). Remata: «Aquí no es derecha o izquierda como en Europa, sino entre más derecha y menos derecha».

Fuente: Brecha

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