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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Las tramas de la salud. Enseñar (y ser) en territorios de urdimbre extractivista

Soy de la tierra del oro de Alumbrera que no ha dejado nada

soy de los condenados a venir a curarse en la Capital

Mi oro se ha repartido en regalías 

y que la salud no sea un bien posible 

es parte de una administración e q u i v o c a d a

La Reynamora Azul, poeta de Andalgalá – Septiembre, 2022

INQUIETUD Y PREGUNTAS: voces, escuchas, miradas

  Este escrito es producto de una serie de reflexiones que buscan problematizar la educación en salud; en particular la enseñanza de la salud como derecho en el marco de una sociedad que equipara bienestar y “desarrollo”, y que -como síntoma de la crisis civilizatoria que vivimos- no asume (no siente) los daños del extractivismo. Como profesora en Ciencias Naturales, la enseñanza en salud primero y los espacios de militancia socioambiental después, me han inquietado (obligado) a mirar la incongruencia de pensar los derechos humanos en desconexión con la dimensión territorial. ¿Qué significa enseñar acerca de la salud como derecho en una sociedad cuyo modelo de desarrollo avasalla y segrega los territorios, determinando el acceso a la salud? ¿Qué implica defender la salud como derecho? ¿Cómo complejizar esa noción en diálogo con las resistencias territoriales? ¿De qué manera esas re-existencias habilitan otros horizontes en un contexto cada vez más trágico de crisis civilizatoria? 

  Ese proceso de reflexión implicó desandar las concepciones hegemónicas en salud, habilitando otras ontologías y epistemologías y reconocer cómo se manifiestan en otras prácticas y otros modos de relacionamiento con lo humano y lo que no lo es. Aproximar a concepciones en salud que trasciendan lo individual, lo físico, lo biomédico, lo normativo y que valoren los procesos, lo colectivo, los saberes otros y que, en particular, se asienten en lo territorial necesariamente tensiona el significado de la salud como derecho en estos enclaves extractivistas que se multiplican en nuestro continente. 

  La noción de territorio se mantuvo latente desde los primeros momentos porque son las voces de los sujetos que lo defienden las que interpelaron esas visiones acerca de la salud. Esas voces –individuales y colectivas- permiten vislumbrar la incoherencia en desvincular salud y territorio a la hora de enseñar; pero también al orientar nuestras prácticas militantes. Cuando la reflexión empieza a ser compartida y toma cuerpo, surgen dos preguntas que invitan al diálogo: “¿Qué es la salud?” y “¿Qué me hace bien a mí y a mi entorno? En el transcurso de esos intercambios, que no siempre empiezan y terminan explícitamente ni tampoco son lineales, asoman dos más: ¿Hay relación entre esa salud y ese bienestar? ¿De qué dependen?

  Este trabajo presenta los patrones que nos entraman al territorio y por los cuales emerge (o no), en el tejido de esta sociedad (capitalista), eso que llamamos salud. También pretende aportar elementos para recrear nuestras intervenciones en espacios que construyen conocimiento y buscan modificar la realidad. Ojalá que, de una manera más sencilla y profunda, nos pregunte qué vulnera y fragiliza la salud y qué la repara y la defiende.

TERRITORIOS: producción, reproducción, destrucción

  En su ensayo “El territorio como categoría fundamental para el campo de la salud pública”, Elis Borde y Mauricio Torres-Tovar afirman que el territorio es el escenario donde transcurre la vida y se expresa la materialidad de las sociedades, establecida por procesos productivos y reproductivos que se dan en su interior; por tanto, es también producción social y de sentido de las poblaciones que los habitan. En el territorio se dan los procesos de producción y reproducción social, que constituyen la base para la determinación social de la salud-enfermedad- muerte. Para reconocer cómo son expresiones del bienestar y malestar de la sociedad, proponen una aproximación a distintas configuraciones territoriales. En esa caracterización se revela su vínculo con el extractivismo. Pero el territorio es, sobre todo, “el espacio de disputa civilizatoria más profundo y más abarcante. Las territorialidades están por eso en permanente proceso de creación o redefinición. Su dinámica es política” (Ceceña, 2012: 8). Y si bien los procesos de dominación, explotación y marginalización se dan de diferente manera en cada territorio, es posible reconocer cómo la globalización configura territorialidades y los reorganiza por las dinámicas económicas de las transnacionales, incluso desconfigurando los estados-nación (Borde; Torres-Tovar, 2017). 

  Son llamados territorios de acumulación aquellos en que los “bienes generados y localizados en determinados ecosistemas […] son apropiados privadamente y desterritorializados para abastecer dinámicas ‘económicas’ localizadas en otros territorios. Las huellas que este tipo de economía deja […] son la marca constitutiva del modelo de desarrollo capitalista moderno/colonial: el sacrificio [que configura] ‘zonas de sacrificio’ ambiental” (Borde; Torres-Tovar, 2017: 268). En América Latina, el despojo territorial implica desplazamiento forzado, reprimarización económica, extranjerización de las tierras y privatización de los bienes comunes; determinando los procesos de producción y acumulación capitalista y, así, el ordenamiento social de las sociedades. 

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  La consolidación de los territorios de acumulación está aparejada a procesos que responden a un patrón de urbanización global donde la distinción entre lo rural y lo urbano se diluye (Lefebvre, 2000 en Borde; Torres-Tovar, 2017), en que lo rural queda subordinado a la industrialización de la agricultura y sometido por formas de vida urbanas. Esos procesos de urbanización producen ciudades-globales, territorios nacionales que –incluso a nivel local- son funcionales a la acumulación acelerada del capital  porque segregan sus poblaciones en espacios insertos estratégicamente en la economía mundial. Así, son territorios urbanos de sacrificio aquellas zonas caracterizadas por la contaminación industrial del aire, del agua y del suelo; donde sistemáticamente se niegan los derechos fundamentales y se administra la violencia y la muerte para adecuar los espacios a mega emprendimientos y a grupos sociales históricamente privilegiados. La insustentabilidad e inequidad de este modelo de ciudades, en las que se han impuesto esas territorialidades capitalistas, se observan en el inevitable aumento de “sacrificios” presentados como “costos inevitables del progreso” en nombre del “orden”, de la seguridad de algunos pocos y del “progreso” (Borde; Torres-Tovar, 2017).

  La forma capitalista de construir territorialidades (urbanas o rurales) ha afianzado sus condiciones de apropiación y relaciones de poder, bloqueando “las resistencias o las otras formas de vivir en y con los territorios. Con mecanismos variados rediseña el espacio, lo disciplina, lo reduce a sus elementos simples y lo reordena. Pero en el proceso lo va descomponiendo y objetivando. Coloca fronteras y luego las deshace; abre tajos por todos lados; cambia las rutas de los ríos; seca los pantanos y construye lagos artificiales; pone diques [y luego] provoca inundaciones; conecta mares y atraviesa selvas […] violentando-destruyendo las condiciones de reproducción de las plantas, al tiempo que los y las va convirtiendo en mercancías. Y si las resistencias se multiplican e impiden el saqueo y depredación […] los territorios son penetrados y rodeados por una presencia militar […] que [garantiza] el acceso libre a los elementos devenidos recursos naturales o recursos humanos. Desarrollo se llama esta forma de organizar los territorios” (Ceceña, 2012: 8) ¿Qué salud se puede construir en esos territorios? ¿Qué salud enseñar omitiendo el vínculo con el territorio? ¿Qué derecho a la salud se pretende defender aceptando esas condiciones de “desarrollo”? 

  A partir de la década del 70, tras el brutal avance de las políticas neoliberales, en América Latina comenzó la transnacionalización de la biodiversidad para explotación y exportación. Frente a esto, en toda la región surgieron diversos movimientos sociales rechazando las propuestas desarrollistas que, si bien son heterogéneos en cuanto a orígenes, bases ideológicas, condiciones de clase, maneras de organizarse, acciones y estrategias políticas, convergen en su resistencia al extractivismo y se constituyeron en espacios sociopolíticos y pedagógicos (Dumrauf et al, 2016). “Sumak qamaña, sumak kawsay, autonomía, vivir bien o buen vivir son los nombres de la resistencia y los horizontes de una organización territorial distinta: no-capitalista y no-predatoria” (Ceceña, 2012: 9). “América” ha sido y está siendo hoy, cada vez más, refugio de otras territorialidades-corporalidades. Aquí se encuentran, aquí viven, aquí existen los pueblos, los sujetos expropiados de su condición de tales, quienes están produciendo una nueva (o ancestral) forma de valorar, de sentir, de producir esos saberes y haceres para el cuidado de la vida. Entre los enclaves extractivistas que sacrifican territorios y cuerpos, se sostienen obstinadamente los territorios de configuración de la vida.

SALUD: sentidos, sentires, ser(es)

  A partir del análisis de Breilh (2013) es posible caracterizar dos modelos antagónicos en salud para enmarcar los cuestionamientos mencionados anteriormente. El Modelo Médico Hegemónico, centrado en la biomedicina, se caracteriza por el biologicismo que garantiza su “cientificidad” y reproduce la concepción de salud higienista y normativizada dominante, reforzando el autoritarismo y la falta de autonomía de la población. Desde este abordaje, la salud es opuesta a la enfermedad y se la considera una cuestión individual, dificultando problematizar y/o transformar su dimensión sociopolítica y las condiciones estructurales. Así contribuye a naturalizar y reproducir la desigualdad e inequidad en el acceso a los derechos humanos, en general, y a la salud, en particular (Dumrauf; Garelli, 2020). 

  El otro modelo, enmarcado en el paradigma crítico, incorpora las nociones de proceso y de lo colectivo, asumiendo que los procesos colectivos no se reducen a lo individual y considerándolos espacios de intervención. De esta manera, la salud es un proceso complejo socialmente determinado, en el que interactúan los estilos de vida personales y los modos de vida de los grupos socioculturales, en una sociedad que es regida por un modelo político-económico. Esta construcción teórica está fundamentada en una lectura crítica de la sociedad, de las formas en las que produce o anula la salud y las formas en las que la defiende (Garelli et al, 2017). 

  Nos constituimos sujetos en el escenario que es el territorio. El territorio, el vínculo con el territorio, nos hace. Existo porque existe el territorio. La separación sujeto-territorio tiene sentido sólo para reconocer que mantienen una relación ontológica: no hay territorio sin sujeto político que lo constituya como tal, y viceversa. En ese sentido, es fundamental abordar el concepto de territorio para comprender las desigualdades que entrañan los procesos de salud-enfermedad y muerte, es decir, las diferencias en las formas de enfermar y morir, en las formas de sufrir y en las posibilidades de bienestar (Borde; Torrres-Tovar, 2017: 265). Si consideramos que los procesos que ocurren en los territorios nos constituyen a la vez que nuestras intervenciones en ellos los construyen y reconstruyen, resulta imprescindible explicitar y problematizar las propias representaciones en salud porque imprimen dirección y sentido a nuestras prácticas. La noción hegemónica en salud, centrada fuertemente en el individuo, independiente del territorio, desligada de las condiciones que estructuran las sociedades, es insuficiente y contraproducente porque despolitiza nuestra intervención y separa las luchas y resistencias. ¿Qué subjetividades políticas formamos y componen nuestros espacios? 

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  Horacio Machado Aráoz habla de la capacidad performativa que la violencia expropiatoria tiene sobre los sujetos y sostiene que, por primera vez en la Historia, estamos ante un régimen de relaciones sociales que subordina el sistema de (re)producción de la Vida al (sub)sistema de producción de mercancías y acumulación de valor abstracto, que instauró un nuevo régimen de (in)sensibilidad social. Ese potencial para moldear subjetividades es más dañino que la propia destructividad del capitalismo porque nos deja incapaces de sentir el grotesco deterioro que habitamos. Y agrega que invertir de esa manera los fundamentos de la Vida involucra –inseparablemente– una enajenación radical del sentido de la vida. Entonces, otra vez: ¿qué es la salud? ¿Qué salud podemos construir en estas condiciones? ¿Qué me hace bien a mí y a mi entorno? En la pregunta acerca del cómo queremos vivir anida, abrazada, la radical pregunta del para qué.

  Somos “en”, somos “con”, somos “de”. Ser implica un territorio, un paisaje, un lugar. “En los lugares y en la territorialidad [está] la clave y la condición necesaria para […] crear una globalidad radicalmente otra; una que parta, esta vez, de la afirmación de la pluralidad de [territorialidades] y que apunte a una sinfonía de vocalidades territoriales, en [vez] del aplastamiento de los lugares y la des-territorialización de la vida que propicia la globalización hegemónica” (Machado Aráoz, 2017: 218). Recuperar la dimensión territorial de la salud da lugar a concebir la salud como derecho a ser. Roseni Pinheiro (2007) pone en el centro de las políticas de salud el derecho a ser diferente y el respeto público de esas diferencias. Así, la salud es un bien común y es fundamental para su cuidado y promoción el reconocimiento del modo como los sujetos organizan y valorizan su propia vida, tanto en la esfera privada como en las singularidades producidas colectivamente (Benito; Di Leo, 2009). En ese sentido, la defensa del derecho humano a la salud, de los derechos humanos en general ¿de qué manera consideran los territorios? La educación en salud, en cualquiera de los espacios que ocurra ¿cómo contempla las territorialidades? Nuestra posición geopolítica nos exige abrir los ojos al extractivismo: emanamos del paisaje que, a la vez, nos habita.

TRAMA: patrones, sujetos, vínculos

  Ésta es, además, una crisis de sentido de la Tierra y del sentido de los cuerpos. Esa capacidad performativa del Capital sobre nuestra subjetividad es crucial para entender la naturaleza de la crisis civilizatoria, entender lo que nos pasa. El aspecto determinante de la crisis está en cómo la vivimos a nivel de nuestra sensibilidad (orgánico-corporal-espiritual); en cómo la sentimos. O, más probablemente, no la sentimos. Esas subjetividades, en un profundo estado de anestesiamiento ecobiopolítico (especialmente, si habitan grandes urbes y zonas “desarrolladas”) se desentienden de cómo el sistema de producción de mercancías/deseos funciona aplastando el sistema-de-Vida-en-sí (Machado Aráoz, 2017). ¿Qué vínculos establecen estas subjetividades anestesiadas? ¿Qué vínculos con la Naturaleza, con alguien más, consigo? ¿Qué patrones en las intervenciones, en las defensas, en las propuestas, qué procesos individuales y colectivos, qué espacios políticos en resguardo de la salud, del territorio, de la Vida? Y, otra vez, las cuestiones del inicio: ¿Qué me hace bien a mí y a mi entorno? ¿Qué es la salud?

  “En un mundo en el que aproximadamente la mitad de la riqueza se encuentra [en el] 1% de sus habitantes y la otra mitad en el restante 99%, […] el tema hoy es la dueñidad, […] el pequeño grupo de los propietarios [que] son dueños de la vida y la muerte del Planeta […]. En este nuevo mundo, […] emerge, nuda y cruda, la práctica del barrido de los pueblos de los territorios de ocupación tradicional o ancestral […]. En este contexto histórico, la compasión, la empatía, el arraigo local y comunitario y todas las devociones a formas de lo sagrado capaces de sustentar vínculos colectivos sólidos operan en disfuncionalidad con el proyecto histórico del capital, que desarraiga, globaliza los mercados, rasga y deshilacha los tejidos comunitarios donde todavía existen, se ensaña con sus jirones resistentes, nulifica las marcas espaciales de cuño tradicional sagrado que obstaculizan la captura de los terrenos, […] introduce el consumo como meta antagónica […] a las formas de felicidad vincular de la vida comunitaria”. En este contexto histórico, Rita Segato (2018) delinea los proyectos históricos opuestos, las vincularidades posibles, las subjetividades, las sensibilidades: la trama que habitamos. En este contexto histórico necesitamos volver a preguntarnos acerca de lo que nos hace bien con nuestro entorno y animarnos a cortar y reemplazar la urdimbre inviable del “desarrollo”. 

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CONCLUSIÓN E INQUIETUD: Recuperar el tejido de la vida ¿Cómo?

  Al concebir el territorio en clave de materialidad, simbolismo, apropiación y construcción de identidad asoma la simbiosis territorio-cultura-identidad y se evidencia la violencia en la “visión colonial homogeneizante de los territorios, […] escenario exclusivo de explotación y expoliación. [Así, si] el territorio produce social y biológicamente la vida, está indefectiblemente ligada con la salud: el territorio es el lugar donde puede la existencia acontecer con dignidad” (Borde; Torres-Tovar, 2017). En ese sentido, “no es la repetición de un pasado lo que hace a un Pueblo, sino la deliberación constante de lo que quiere ser, a partir de un diálogo que [trence] su historia de una manera diferente a la que ha sido. Lo que debemos recuperar es la capacidad usurpada de tejer los hilos de nuestra propia historia” (Cumes, 2012: 15).

  Recuperando lo central de Borde y Torres-Tovar: los territorios de acumulación extractivista son la punta de lanza del actual modelo de acumulación capitalista en América Latina, donde se arrasan ecosistemas y se destruye la vitalidad de los cuerpos; los territorios urbanos de sacrificio son espacios segregados y sistemáticamente violentados que concentran los marginalizados, excluidos, dominados, los “condenados de la tierra” de Fanon. Ambos configuran territorios en los que se reproduce y potencia el malestar; si consideramos a la enfermedad como la expresión de procesos histórico-sociales-espaciales (que, sí, enferman) necesitamos preguntarnos: ¿Qué cuerpos y subjetividades producen los territorios con el orden social allí imperante? ¿Qué más y a quiénes más vamos a dejar sacrificar? ¿Qué defendemos, qué enseñamos?

  Los territorios que configuran la vida, sus territorialidades, nos inquietan, nos señalan que necesitamos “despejar de nuestro imaginario la ilusión fetichista de que sería posible desacoplar el engranaje de la producción (capitalista de riqueza) del de la devastación (de las fuentes y formas de Vida)” (Machado Aráoz, 2017: 207). Necesitamos, y eso sí es posible, desacoplar, des-asociar “desarrollo” y bienestar. En la conclusión de su trabajo, Borde y Torres-Tovar (2017) sostienen que el de la salud pública es un campo para “potenciar la vida y no para contener la enfermedad y la muerte”. Así, desenredar el vínculo entre territorio y salud y exponer cómo nos atraviesa el extractivismo también será tarea del campo de la educación, de la comunicación, de la política. Y de la(s) cultura(s), ¿por qué no?

Hay un asunto en la tierra

Más importante que Dios

Y es que nadie escupa sangre

Pa que otro esté mejor

Atahualpa Yupanqui

Bibliografía

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