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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Una nueva cultura. La impresionante resiliencia social del bolsonarismo

Su potencia sigue sorprendiendo. Creció seis puntos de cara al balotaje, frente a tres de Lula. Sus seguidores siguen, y seguirán, en pie de guerra por «su Brasil». Hay razones estructurales en la base de su comportamiento.

La soja y el agronegocio desplazaron a la minería como principal fuente de las exportaciones», apunta un asesor cercano al gobierno de Luis Arce, en La Paz. Algo similar puede decirse de unos cuantos países de la región. En Brasil, en particular, la agroindustria ha desplazado a la industria fabril, en un extenso proceso de desindustrialización que se vivió, sobre todo, bajo los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT), entre 2003 y 2016.

No es un fenómeno exclusivamente brasileño, sino consecuencia combinada del ascenso de China y de la financiarización de la economía occidental. El cientista político Miguel Lago, en una columna en Folha de São Paulo, quiere comprender por qué un presidente que empeoró la vida de los brasileños llegó a la segunda vuelta y estuvo cerca de ganar. Asegura que las explicaciones simplistas no son suficientes y que no se trata de un fenómeno de conservadurismo. «Bolsonaro es un revolucionario de extrema derecha», dispara Lago (Folha, 1-XI-22).

Lago sostiene que Bolsonaro rompe con la tradición conservadora brasileña y que su potencia deviene de que «articula fuerzas emergentes e insurgentes presentes en nuestra sociedad: religiosidad neopentecostal, estética del agronegocio y sociabilidad de perfil», en referencia a las redes sociales. De hecho, las fuerzas que analiza Lago integran las bancadas mayoritarias de Brasil, conocidas como Bancada BBB: Buey, Biblia y Bala; ruralistas, evangélicos y armamentistas. Ahora, sin embargo, habría que sumar otra B, la de bola (pelota en portugués), ya que algunos deportistas destacados como Romário, electo ahora como senador, se han sumado a la extrema derecha.

La B menos visible

La bancada ruralista, que apoyó la reelección de Bolsonaro, cuenta con 280 integrantes (aunque Folha estima que son cerca de 300 de 513 diputados y 81 senadores) y se articula en el Frente Parlamentario Agropecuario, capitaneado por el diputado federal Sérgio Souza (MDB-PR). Asegura que la bancada que encabeza «ha crecido y está unida, cohesionada» (Canal Rural, 31-X-22).

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Semejante bancada implica que los ruralistas están en todos los partidos, incluyendo siglas que apoyaron a Lula. Más allá de los números, parece relevante entrarle a la enorme importancia que ha adquirido la «cultura ganadera». La izquierda ya ha venido analizando la cultura de las Iglesias neopentecostales y a las milicias, en general policías y bomberos retirados o en activo.

La fuerza religiosa más relevante es la de los neopentecostales, aunque la más numerosa siga siendo la católica, porque la identidad evangélica «condiciona todas las decisiones, desde la forma de vestir, comportarse, consumir y votar», dice el analista. La identidad católica, por el contrario, no parece modelar los comportamientos sociales de sus fieles. El análisis de Lago es particularmente interesante cuando aborda la agroindustria, una fuerza económica emergente que articula una estética propia: «El rodeo se ha convertido en la mayor fiesta del país, y la canción que más suena en la radio brasileña es una especie de música country cantada en portugués».

En los últimos años, la vestimenta vaquera sustituyó la de gauchos y sertanejos (del Sertão nordestino). La música vinculada al agronegocio, la pisadinha (forró en teclado electrónico), junto con el funk ha desplazado a la música sertaneja, que desde 2018 ya no aparece entre las más escuchadas en YouTube (Globo, 25-V-21). «La posesión y portación de un arma completan la composición de este nuevo paisano», explica Lago. Esto conforma una cultura masculina, agresiva e incómoda para las gentes citadinas, ilustradas y de izquierda, que además se comporta de modo indiferente ante la tragedia ambiental y social de las urbes.

Concluye que Bolsonaro supo articular las identidades emergentes tanto en las iglesias evangélicas como en las estéticas del agro, al punto que «su movimiento se convirtió en el hilo conductor de estos motores y a partir de ellos construyó una nueva gramática política, desligada de la lógica del ‘buen gobierno’».

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Cuestión de cultura

El pensamiento crítico y de izquierda está lejos de comprender la cultura que emerge del agronegocio. En las décadas de 1960 y 1970, período en el que se sientan las bases del PT y la Central Única de Trabajadores, en el entorno popular dominaba la cultura de los obreros de la gran industria, afincada en el cinturón de los siete municipios del ABC Paulista. Esa cultura retroalimentaba el trabajo manual con el barrio popular y las comunidades eclesiales de base de la Iglesia Católica, en un mundo dominado por la familia nuclear en la que el pater era el proveedor natural.

Aquel entramado es historia. En dictadura fue naciendo, al calor de la apertura de la Amazonia a la producción agropecuaria, un nuevo bloque histórico hegemónico con base en la producción de commodities, afincado «no solo en el campo económico y político, sino fundamentalmente en el plano ideológico», como sostiene la investigadora Ana Chã en su tesis Agronegocio e industria cultural: estrategia de las empresas para la construcción de hegemonía, elaborada en 2016 para la Universidad Estadual Paulista. En su extenso trabajo, Chã enfatiza que la cultura y el arte «cumplen un papel muy importante en el modo de producción que mercantiliza los alimentos y la vida, ya sea en términos de la construcción de un imaginario colectivo favorable y de apoyo al proyecto del agronegocio, ya sea como un mecanismo de naturalización de las relaciones de dominación, la relajación de las luchas sociales o la integración al consumo».

Por su parte, el antropólogo Jeffrey Hoelle, autor del libro Caubóis da Floresta, publicado en 2021 por la Universidad Federal de Acre, sostiene que en la selva amazónica la cultura ganadera se superpone a la cultura de la selva, que pretende la conservación del bosque y de los pueblos que lo habitan. Esa cultura está dispuesta a sacrificar el medioambiente en aras del desarrollo, como hicieron los agricultores en Estados Unidos, país en el que se espejan.

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Asegura que los ganaderos son conscientes de que su negocio es la mayor fuente de contaminación del país, pero son tributarios del progreso y favorables a un tipo de crecimiento que causa una enorme desigualdad. La cultura ganadera mira de otro modo el paisaje, enfatiza la importancia de lo que llama «pastos limpios», que identifican con «orden y control», en tanto «el bosque es visto como oscuridad, naturaleza salvaje, sin valor», explica Hoelle en una extensa entrevista (Amazonia Latitude, 17-XI-21).

¿Unir Brasil?

Los aliados de Lula, y el propio presidente electo, confían en que podrán unir un país dividido y seriamente polarizado. No explican cómo lo harán, qué pasos van a dar más allá del empeño discursivo o ideológico. Lo que está en juego es algo que desborda a la llamada democracia: si existen dos mundos estructuralmente antagónicos, no parece sencillo acercarlos. Para ello habría que aplicar reformas de carácter estructural y durante un largo período, que no fueron posibles ni siquiera cuando Lula tenía a su favor mayorías y un clima social con los que ahora no cuenta.

Según el Ministerio de Agricultura, las exportaciones del complejo agroindustrial representaron el 50 por ciento del valor total exportado por el país en marzo de 2022, crecimiento impulsado por los precios récord de los alimentos en el escenario mundial. «El proceso de reprimarización de las exportaciones brasileñas se inició hacia 2005 y se acentuó en 2020», durante la pandemia (France 24, 8-I-21).

Nada indica que esta estructura productiva y los valores asociados a ella vayan a modificarse en el corto o mediano plazo. Los economistas de izquierda, como Lena Lavinas, proponen elevar los ingresos para combatir la pobreza, «transformar Bolsa Familia en derecho social, retomar la política de aumento del salario mínimo, un programa de renegociación de las deudas de las familias, restringir el uso de las armas de fuego y establecer metas de sustentabilidad ambiental» (IHU, 1-XI-22). Importante y necesario, pero la alianza que llevó a Lula al Planalto no parece capaz de encarar cambios estructurales, medidas que vayan a contrapelo del bloque de poder económico-social que parió la dictadura y ahora sostienen los aparatos armados del Estado. Por eso, como señala Lago, «el bolsonarismo seguirá dictando el ritmo de la política» y, como apunta el filósofo brasileño Bruno Cava en una publicación reciente, «va a contraatacar en la próxima crisis, bajo el gobierno de Lula».

Fuente: Brecha

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