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El agua que subyace

Cómo empezar a hablar del paisaje. La mirada suele observar de la superficie hacia arriba. La tierra amarronada, casi polvo, serpentea entre alambrados, chañares y espinillos. Una corzuela -un animal parecido al personaje de Bambi- salta en medio del camino. Se hace un destello en el aire caluroso y seco de esta porción del norte cordobés, ubicada en el valle de Punilla. En Charbonier, los patios de las casas son jardines de Palma de Caranday y el agua, aunque no parezca, deambula por debajo de estos suelos que espolvorean al horizonte en esta región serrana.

En el fondo de un sendero, las casas se esconden en medio de algarrobos. Cada lugar tiene su pozo de agua donde -alguna vez- un rabdomante indicó excavar. Ivana vive en Charbonier hace once años. A doce metros de profundidad, tiene agua. A unas pocas cuadras, su vecina, Laura, tiene un pozo de tan solo cuatro metros. Entre su casa y la de Laura, el camino es una pendiente y dice que, cuando fue el rabdomante -siguiendo el movimiento de las ramas de un árbol de jarilla-, le aseguró que debajo del terreno de su vecina había una laguna.

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(Imagen: María Eugenia Marengo)

La rama de jarilla tiene que estar verde para que sea flexible, si no, se rompe, explica Ernesto Moyano, conocido como “el Pájaro”, rabdomante desde hace treinta y cinco años. Camina con dos ramas florecidas hacia donde están cavando un pozo. En medio del barrio Las Gemelas de Capilla del Monte, el Pájaro avanza hacia el orificio que ya tiene cuatro metros de profundidad. Se para enfrente, estira los brazos y, en sus extremos, le apunta al agujero con la jarilla. En menos de un minuto, las ramas comienzan a girar hacia él, hasta dar la vuelta completa. “Al agua la escuchás, la sentís en el cuerpo”, asegura y muestra las manos con la piel rajada: “La rama tiene fuerza, cuanto más agua, más vibra”.

La rabdomancia o radiestesia significa la radiación a partir de la percepción o capacidad de los sentidos. No es considerada una ciencia, sino más bien un oficio milenario que se practicaba ante la falta de conocimientos geológicos. El origen de la palabra se remonta a 1785 y hasta fue denunciado como pecado ante los tribunales de la Inquisición de la Iglesia católica. Hoy, a pesar del avance de la ciencia, la rabdomancia sigue siendo utilizada en zonas de climas secos y poblaciones rurales.

Se practica con alambres, péndulos y otras ramas de arbustos como la llamada “lagaña de perro”. Según el Pájaro, esta planta nativa, que florece en racimos amarillos, no distingue el agua dulce de la salada. Para él, la jarilla, característica de las zonas montañosas y semi áridas, es un árbol noble, de buenas propiedades y augurios, y que, a diferencia de la lagaña de perro, localiza el agua dulce. “Yo no pienso. Tengo fe. Me entrego a la vida”, dice y asegura que su trabajo es intuición, relajarse y dejarse llevar.

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(Imagen: María Eugenia Marengo)

En el legado del oficio, aparece don Pepe, un amigo de su madre que, además de músico, encontraba agua. Ciego y en silla de ruedas, el Pájaro aprendió llevándolo a cuestas al viejo que le trasmitió la percepción de escuchar a la naturaleza profunda. Y “Elsita”, una doña de unos 90 años, oriunda de Calamuchita, quien descubría el agua de la misma manera, “una mujer sabia que me dijo que siguiera la intuición”.

“La persona es como el agua, si se queda quieta, se pone verde, se estanca”, dice el Pájaro en una metáfora improvisada sobre su vida, que también representa a su apodo. En sus más de treinta años buscando agua, advierte que nunca falló: “Acá, a 18 metros, hay 2.800 litros de agua”, remata sin dudarlo.

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El noroeste profundo

Cuando Miguel Barreda, conocido como el “Mumy”, piensa en el agua, enseguida revisa su historia familiar. Nacido en Cruz del Eje, es ingeniero agrónomo y trabajador del INTA, su familia viene de la zona del Chacho, al límite entre La Rioja y Córdoba. El calor abrasivo y la tierra que parece descuartizada en fragmentos secos evidencia una característica de todos los tiempos: la falta de agua en la región. De su abuela y su madre, reconoce haber aprendido sobre las tareas del campo, “no del trabajo bruto, sino de la capacidad y la eficiencia en el uso del tiempo en una majada de 250 cabras”.

La destreza que tenía su abuela en el manejo de animales también la tuvo para conseguir el agua. Por ser un ecosistema difícil, todo giraba en torno a eso: la orientación de la casa, el aljibe, la arboleda que cuidaba la vivienda para disminuir la temperatura, los animales de tiro para utilizar el molino y el manejo del agua con el escurrimiento de la lluvia.

Teresita Filaselma Zárate, la mamá del Mumy, pasó su juventud “baldeando agua”: tiraba la soga con un burro y la madre agarraba el noque, un aro de metal de unos 60 centímetros de diámetro y una bolsa de cuero, que se recibía en la boca del pozo y salía cargado para volcarlo en un bebedero. No eran dueñas del pozo, ya que “arrendaban el agua” en otro campo, por meses, para la cantidad de animales que necesitaban. De lunes a lunes, Teresita, que también fue maestra rural, vivió la historia y la lógica del agua en el Chacho.

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(Imagen: María Eugenia Marengo)

La relación con el agua fue algo estructural en todas las familias asentadas en las zonas de la costa de las salinas, la última estribación de las Sierras Grandes de Córdoba. La Sierra de Guasapampa, que termina en Serrezuela, forma una costa seca y árida. “Los campos tienen una secuencia histórica de pozos cavados a primera napa, la más cercana, donde flota el agua dulce sobre la salada. Todos los establecimientos tienen, al menos, una docena de pozos cavados y luego clausurados, porque, cuando se saliniza el agua, no se vuelve a endulzar”, asegura Mumy.

“El río no es solamente lo que ves, es lo que fue hace mucho”

La memoria del río tiene muchos años de antigüedad. Esa manifestación hídrica geológica es como una arruga en los pliegues ocultos de la tierra. Carlos Bustos es geólogo, especialista en hidrogeología, reside hace más de veinte años en Cruz del Eje y cuenta que al agua la pueden detectar con imágenes satelitales o a través del relevamiento geoeléctrico.

Carlos explica cómo a partir de las imágenes satelitales se puede ver la geoforma del suelo para analizar la coloración de la vegetación y las distintas fracturas que conducen al agua de forma subterránea. “Eso nos sirve para estudiar esta serie de parámetros que terminan conjugándose y conformando una zona posible de agua”.

“Para los geólogos, el agua es una piedra que se mueve”, dice el Mumy y resalta que hay que pensar su movilidad, hacia dónde va y cuál es su lógica. Algunos y algunas pueden percibirla, otros optan por el método científico. “Yo uso un método que consiste en enviar una corriente a través de un emisor a una batería de 12 watts, mediante electrodos que se van separando de forma simétrica. A medida que vamos alejando los electrodos, vamos profundizando la investigación. Se basa en la respuesta eléctrica que tenga el subsuelo”, describe Carlos. De esta manera, siguiendo el procedimiento geoeléctrico, se pueden determinar comportamientos físicos que tienen la roca y el agua en sus diversas composiciones, pudiendo establecer si hay distintas capas de agua en el subsuelo y ver qué calidad tiene.

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“El río no es solamente lo que ves, es lo que fue hace mucho”, dice el Mumy y se sumerge entre la ciencia y los saberes de los pobladores y pobladoras de estas regiones, que han buscado este elemento vital por siglos. Desde el INTA, han hecho más de diez estudios geoeléctricos, “el que trabaja con la perforadora solo va si hay un estudio de esas características. Pero, si sos un pequeño productor o productora, es más complejo contactar a un geólogo, lo más común es que conozcan gente que percibe si hay agua. Es una cuestión de fe”, y asegura que su experiencia con un rabdomante, hace quince años atrás, “le prendió fuego la biblioteca”.

Lo que no se ve

Sobre el mapa de un campo -hecho a puño y letra-, un rabdomante soltó alguna vez un péndulo y determinó el lugar -según el movimiento del artefacto- donde se encontraría el agua. A más de 200 kilómetros de distancia, el hombre precisó con una cruz la indicación. Al día siguiente, tres personas fueron camino a la dirección revelada. Era al sur de Serrezuela, costa de salinas, piedras y muchos mistoles. Era septiembre y hacía 35 grados. Entraron al campo, Mumy, Clemencia -su esposa-, también ingeniera agrónoma, y un rabdomante llamado Eduardo, oriundo de Villa Giardino, quien al llegar cortó una rama de mistol, del diámetro de un dedo, y armó una horqueta. En un momento, se la dio a Clemencia y le dijo que caminara sujetando fuerte la rama. El crujir de la madera era un ruido que sentía por dentro. Clemencia la tomó con más ímpetu, el extremo de la horqueta se iba hacia abajo con determinación y la rama volvía a crujir adentro por la fuerza que hacía:

–Acá hay agua -le dijo el hombre de la rabdomancia.

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(Imagen: María Eugenia Marengo)

Clemencia quedó asombrada y sacudió la rama al suelo. “La cara de ella fue terrible”, recuerda el Mumy, sorprendido aún de esa historia que tiene ya más de diez años.

En ese lugar, según el rabdomante, el agua no era amarga. Unos metros antes, había hecho la prueba probando de su propia botella, comprobando que el gusto del líquido que traía se había tornado amargo. Esa percepción le demostraba que debajo del suelo aquello que corría no era dulce.

—Mirá cómo gira, acá hay mucha agua -les dijo mostrando cómo las dos argollitas de alambre que él tenía en los extremos de la varilla habían comenzado a girar con rapidez.

La varilla del rabdomante cambió el comportamiento y este alertó al grupo del hallazgo. Por debajo, habían detectado un cruce de acuíferos. Finalmente, en medio de la tierra suelta y arenosa que caracteriza a ese guadal del noroeste cordobés, el pozo quedó cavado y, a unos quince metros, el agua dulce circulaba con claridad.

El viento intenso arrastra la polvareda y nubla hasta las sombras. Se resecan los labios, las manos, la cara y el mismo suelo que sostiene todo lo que se ve. La belleza es desordenada. Aromos florecidos que asoman sus pequeños pompones amarillos. Mistoles brillantes que se recuestan sobre los cerros. Algarrobos inmensos que se cargan de pájaros. Todo está brotando. Del lado oeste de la provincia de Córdoba, el Valle de Traslasierra es también un aroma dulce germinando de un gran jardín nativo discontinuo que alimenta a las abejas.

Nicolás Fioretti es apicultor desde los 15 años. Hoy, a sus 36, con su padre siguen con la costumbre de observar la naturaleza. Ese tiempo mágico que genera cambios vitales en un ecosistema. Sus ciclos. Su comportamiento. Su equilibrio y lo que lo quiebra. Nicolás estudió en la Universidad del Litoral la tecnicatura de Producción Apícola y se recibió con una investigación que irrumpe un tanto en los saberes académicos: analizó las líneas telúricas para saber si tenían incidencia en la ubicación de su estructura de enjambres de abejas. Una técnica que se hermana con la rabdomancia para hallar el agua.

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(Imagen: María Eugenia Marengo)

“Empecé a conocer más del tema con radiotesistas de la zona, me contaron que, con el mismo método para buscar agua, se buscan las interferencias que existen de líneas magnéticas y geomagnéticas que recubren el planeta cada cierta regularidad”, cuenta Nicolás. “La teoría dice que nacen de los polos y tienen como una cuadrícula sobre todo el planeta, eso conforma unas líneas, llamadas Hartmann y Curry”.

Con la ayuda de instrumentos de radiestesia como el péndulo o las varillas, se indica la posición de las líneas Hartmann con pocos centímetros de diferencia el uno del otro. “Estas líneas de fuerza del campo magnético terrestre corren de norte a sur, de este a oeste, en algún momento se cruzan y se tocan, son lugares que tienen algunas perturbaciones geomagnéticas que alteran ciertas características. Eso se ve potenciado cuando hay vetas de aguas subterráneas. Por eso, es la misma técnica para encontrar agua con la rabdomancia la que se utiliza para encontrar el cruce de estas líneas geomagnéticas”, explica Nicolás, quien experimentó colocando veinte cajones de señuelos: diez sobre el cruce de líneas Hartmann y diez sobre lugares testigos. “Durante esa temporada, se midieron la cantidad de enjambres que entraron en uno y otro lugar”.

Se dice que es un conocimiento antiguo y que las abejas, al estar en esos cruces magnéticos, se orientan mejor y tienen más capacidad de recolección de alimentos. “Les levanta la fuerza biológica de la colmena, lo mismo sucede con las hormigas. Sin embargo, para los árboles y otros animales, esta técnica no es recomendable, puede traer enfermedades, como árboles ahuecados y hongos”, manifiesta Nicolás, dando cuenta de la importancia de observar el entorno natural para no desarmar el equilibro vital que nutre hasta lo que no se ve.

A medida que se acerca el verano, los colores serranos levantan sus tonos y la paleta de amarronados invernales poco saturados se recupera con las primeras lluvias. El olor a ozono queda suspendido el tiempo en que dura la tierra húmeda. Ahora hay un poco más de brillo en el Valle de Punilla. Pero, más al norte, aún falta para que las pocas lluvias anuales descarguen con furia sobre la tierra.

Si hay algo que une a rabdomantes, radioestesistas y geólogxs es la observación. El algarrobo, de raíz profunda, es un buen indicador de agua. “La raíz se hace como un papel pasa por la piedra y, del otro lado, vuelve a tomar forma, porque busca el agua por debajo”, describe el Pájaro. Los molles crecen donde hay agua y el mistol está asociado a “una escorrentía casi permanente, puede ser bajo el suelo, subálveo”, agrega el Mumy.

A muchos metros de profundidad, incluso en el fondo de un suelo cuarteado por la falta de lluvia, fluye este elemento imprescindible para la vida. Por debajo de la piel de la tierra, hay un movimiento que a veces es posible comprender desde una lógica racional y científica, otras es dejarse llevar por la intuición -entregarse a la vida, como dice el Pájaro- y otras tantas puede ser un ensamblado inconsciente de todo.

*Por María Eugenia Marengo para CDM Noticias / Imagen de portada: María Eugenia Marengo. Fuente: La Tinta

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