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La pasión según Vicente

(Homenaje a Vicente Zito Lema) En las últimas horas del domingo 4 de diciembre falleció Vicente Zito Lema. Poeta, abogado, dramaturgo, educador, fue un eslabón imprescindible entre la generación de los 70 y las nuevas camadas militantes. Una figura para quien lo bello y lo justo fueron inescindibles de la palabra revolución.

Aunque las sepamos inevitables, hay noticias que son difíciles de asumir. Y este lunes pasado nos despertamos con una de ellas. Vicente hacía del acto y la palabra una misma cosa, una praxis. Esa coherencia a lo largo de toda su vida, como defensor de presos políticos, impulsor de los más diversos proyectos culturales o director de universidades populares, lo convierte en un imprescindible. Zito Lema, Osvaldo Bayer y Nora Cortiñas, son figuras en las que se puede reconocer ética, compromiso y coherencia en la Argentina de la posdictadura. No hay muchos así, por eso duele su partida.

Inmediatamente aparecen en la memoria instantes compartidos con Vicente, momentos que buena parte de la militancia puede acreditar por una sencilla razón: Zito Lema ponía el cuerpo en las causas que asumía como propias. Se entregaba entero, solidario. Y aunque con su sola trayectoria muchos se hubiesen instalado en algún sillón de funcionario, a Vicente en cambio se lo podía ver llegar a los galpones más recónditos del conurbano, en una fábrica tomada en alguna provincia del sur del país o abriendo funciones de teatro en cualquier organización comunitaria.

En los ojos de Vicente había también otras miradas. Al hablarle, uno podía observar la mirada de Roberto Santoro, la de Rodolfo Ortega Peña, la mirada de los fusilados de Trelew, la del Roby Santucho o la de Julio Cortázar. Y sin embargo Vicente te miraba de igual a igual, te hablaba como a uno más. Te hacía sentir que no había una distancia tan grande con los treinta mil compañeros y compañeras detenidos-desaparecidos, que uno podía acercarse de alguna forma a la historia y esa historia no quedaba tan lejos. Por eso en cada actividad en la que participaba, se rodeaba de pibes y pibas a los que hablaba un mismo idioma.

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Zito Lema creó un lenguaje –un lenguaje poético– que construyó un puente entre generaciones. Para quienes se incorporaron a la militancia en los años 90 y vivieron en carne propia la insurrección popular de 2001, Vicente fue un “traductor”, alguien que hizo legible una época a partir de no desconectarla de las derrotas del pasado. Porque Vicente sabía, a lo Benjamin, que tampoco los muertos estarían a salvo del enemigo, si éste vence. Y ese enemigo no había parado de vencer. El neoliberalismo se nos pegaba como mugre en nuestras subjetividades y la democracia de la derrota nos muñía de una ciudadanización inofensiva y dócil.

Nuestra generación, como todas, debió enfrentarse al problema de qué hacer con los muertos. ¿Había que volverlos estatuas, momificarlos, dotarlo de una rigidez de hierro? ¿Había que hacerlos parte de un ritual, de una secuencia que encontrara su razón en la repetición? En realidad, nuestros muertos no están para ser repetidos, para formar parte de un museo. Lo que nos transmitió Vicente es que la lucha tiene sentido si redime, si nos conecta con nuestros muertos; pero a partir de las herramientas de las que disponemos en el presente. A propósito de Darío Santillán, escribió: “Quiso ser justo y ningún ángel ciego le entregó su espalda/ ningún héroe antiguo le susurró secretos/ ningún viento cálido y venturoso acarició las velas de su navío”.


En el año 2010 yo hacía parte de la editorial El Colectivo, un proyecto que algunos años antes habíamos dado forma un grupo de militantes del Frente Popular Darío Santillán. Por entonces decidimos proponerle a Vicente reeditar La pasión del piquetero, una obra que a través de un método que combinaba el teatro con la antropología, él mismo había estrenado frente a los Tribunales de Lomas de Zamora durante el juicio en el que fueron condenados los autores materiales de la Masacre de Avellaneda.

El libro había sido publicado unos años antes a través del sello Ediciones Patagonia, y ya no se conseguía. Por eso le propusimos hacer una reedición y se sumó al proyecto de inmediato. Nos dijo que debíamos revisar la primera edición, que había que hacer ajustes, correcciones, agregar cosas para actualizar lo sucedido en los tres años que habían pasado desde su primera publicación.

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Lo que siguió entonces fue una de las experiencias más gratificantes que tuve en la militancia. Durante varias y extensas jornadas nos reunimos en su casa para revisar todo el libro. Nos sentábamos en una mesa y distribuíamos papeles a lo largo de toda su extensión, leyendo en voz alta, marcando las hojas. De tanto en tanto me animaba a preguntarle por la historia de los 70 y Vicente se tomaba el tiempo para recordar. Yo volvía fascinado de esos encuentros y me alegraba cuando acordábamos una nueva cita para seguir trabajando.

Fue uno de los libros más cuidados, uno de los proyectos más sentidos colectivamente por todos los que hacíamos la editorial. Decidimos que la tapa llevaría el dibujo de Flor que se convirtió en un símbolo: Darío asistiendo a Maxi caído y extendiendo su mano para frenar las balas del poder, que iban a fusilarlo. (Muchos años después, me sorprendió reconocer que el original de ese dibujo que se había replicado en innumerables murales, esténciles, banderas, periódicos y puentes, tenía un tamaño exiguo y había sido pintado en lápiz, y que en su magnitud hubiera podido captar el absoluto de una época).

Con Ale, Flopy, Marina, Pablo y Vicky nos pusimos a escribir la presentación que abriría el libro. Ahí dábamos cuenta que si Darío y Maxi. Dignidad piquetera fue el relato periodístico que evidenció la planificación de la Masacre como crimen de Estado, La Pasión del piquetero era el relato poético que resucitaba la dignidad y el carácter profundamente humano de los militantes asesinados en el Puente Pueyrredón.

Presentamos ese libro en varias oportunidades. Recuerdo una en el Olga Vázquez de la ciudad de La Plata en la que también estuvo Alfredo Grande, quien junto a Zito Lema fue uno de los fundadores de la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo. Con posterioridad lo crucé muchas veces a Vicente y siempre, cada vez, me preguntaba cómo estaba la editorial. Él se sentía parte y de alguna forma nosotros y nosotras lo habíamos adoptado como padrino cultural.

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La última vez que tuve oportunidad de compartir una actividad con Vicente fue para los 20 años de la Masacre de Avellaneda. Lo invitamos a presentar el libro Darío y Maxi. 20 junios. En ese trabajo intentamos dar cuenta de distintas miradas, en los términos más amplios posible, sobre el hecho que fue una bisagra en la historia reciente de nuestro país. La actividad tuvo lugar en el hall de la estación, el mismo en el que fueron acribillados nuestros compañeros. Había una carga simbólica muy fuerte por la fecha y por el lugar. Habíamos improvisado un rato antes una mesa con algunas sillas y un sonido; el lugar estaba repleto. Vicente había llegado del brazo con Regine, siempre a su lado. En el panel compartíamos con las compañeras de la Asamblea de Mujeres que en 2003 realizaron la primera ronda en el mismo corte del puente. Estaba también Myriam Bregman. El último en tomar la palabra fue Vicente, que había traído impreso en papel, y con letras suficientemente grandes para la lectura, el poema “Pasión por la justicia”. Cuando él tomó la palabra se hizo un silencio extraño entre el bullicio de la estación. Un centenar de compañeros y compañeras, sentados en el piso, parados más atrás o desde la vereda escuchaban atentos. Cuando Vicente tomaba la palabra, entre el público se extendía un sentimiento muy cercano a la calma. La voz de Vicente era conocida y, al igual que en su mirada, uno podía intuir que en ella también se hacían eco las voces redimidas de los vencidos. Como el poema impreso en una letra enorme ocupaba varias páginas, Vicente tranquilizó al público advirtiendo que se limitaría a su lectura, pero no se trataba de un escrito muy largo. Bregman, que estaba sentada a su lado, se ofreció a sostener las hojas para que él pudiera tomar el micrófono mientras leía. Entonces, cuando aguardábamos que Zito Lema se acomodara, la Rusa confesó: “por personas como Vicente yo estudié abogacía”.

Eso es él: puente, traductor, chispa e inspiración de nuestros mejores legados históricos, de los valores más altos para las luchas más justas. Por eso la alegría y la pasión estarán siempre unidas a su nombre.

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Dibujo: Diego Abu Arab

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