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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Apuntes sobre la masacre de Ezeiza

“Siempre se dijo que éramos fascistas, cuando no era cierto. Ahora es verdad Miguel: esto que vimos ayer es el fascismo”

Alicia Eguren en conversación con Miguel Bonasso, en El presidente que no fue.

“Mi madre decía que había buenas y malas noticias sobre el infierno. La buena es que el infierno es sólo un producto de la morbosa imaginación humana. La mala es que todo lo que imaginan los seres humanos, suelen crearlo”

Severance

Primera cuestión, Ezeiza es un momento de inflexión en la historia Argentina que marca un nuevo intento de clausurar la crisis orgánica abierta con el Cordobazo para aislar primero y aniquilar después a los sectores más radicales del proceso de movilización, en particular las organizaciones armadas y el clasismo. Ese ataque tiene como primer blanco a las corrientes revolucionarias del peronismo, en especial a la Tendencia liderada por Montoneros que se encontraba en un proceso de fusión –pronto concretada– con las FAR.

Implica  un cambio audaz en la estrategia de sectores del bloque dominante que después de 18 años de proscripción del peronismo y 17 del exilio de Perón intentan cerrar la crisis de dominación por medio del propio Perón, generando las condiciones para acelerar el enfrentamiento del líder con las distintas vertientes del peronismo revolucionario.

El primer capítulo de ese giro estratégico lo lleva adelante el dictador Alejandro Agustín Lanusse con el diseño del Gran Acuerdo Nacional (GAN). Por medio de esa iniciativa Lanusse buscaba que la inevitable convocatoria a elecciones nacionales ante la rebelión social en curso se hiciera garantizando el repudio de las principales fuerzas políticas y sociales a las acciones armadas de las organizaciones guerrilleras, requisito central para quitarles sustento social y poder proceder a su aniquilamiento. Pretendía además que en el futuro gobierno civil las Fuerzas Armadas conservaran un peso decisivo, que no se investigaran las acciones represivas y los negociados  de la dictadura y sobre todo que no hubiera ninguna amnistía que liberara a les combatientes guerrilleres ni a les sindicalistas combativos y clasistas que poblaban las cárceles del régimen.

El elemento radicalmente novedoso del GAN consistía sin embargo en buscar de manera secreta el aval de Perón. Para ello, Lanusse implementó algunos gestos por demás simbólicos como la devolución del desaparecido cadáver de Evita desde la dictadura de Aramburu y Rojas, junto a la promesa del reintegro de su grado de general, así como de la suma acumulada de todos sus salarios incautados desde el golpe de 1955. Tanto porque el alto nivel de conflictividad social dificultaba a los sectores más negociadores el acercamiento a  Lanusse a riesgo de quedar atrapados en el repudio social como debido a que la estrategia de Perón era otra, los objetivos del GAN –al menos en ese momento– no podrían efectivizarse.

El caudillo sabía que no ejercía pleno control sobre los actores de la oleada de protesta, pero sí podía integrar en su estrategia hechos que no dependían de su voluntad. Por un lado, hizo público el intento de negociación de Lanusse dejándolo en evidencia frente a la mayoría de las Fuerzas Armadas que no conocían esa iniciativa. Se negó en todo ese período a cuestionar las acciones de la guerrilla a la vez que alentaba secretamente a las organizaciones armadas peronistas para que avanzaran, integrándolas como actores legítimos del movimiento peronista bajo el rótulo de “Formaciones especiales”. Era la época de “la juventud maravillosa”.

En paralelo buscaba acuerdos políticos sumamente amplios con otras fuerzas políticas, incluyendo al radicalismo, para establecer un compromiso que permitiera conseguir elecciones sin la proscripción del peronismo. De esa manera, en un juego de pinzas, apostaba por una salida electoral que le permitiera regresar al gobierno a la vez que utilizaba la carta de la radicalización y una posible salida revolucionaria para obligar a Lanusse y al establishment a negociar desde una posición de debilidad.

El carácter múltiple de ese diseño político se prestaba a diversos equívocos. Los políticos del Partido Justicialista y la burocracia sindical esperaban ser los protagonistas privilegiados de la salida institucional. Por otro lado, las organizaciones armadas peronistas –no todas, como era el caso de las FAP o al menos, tras diversas rupturas, de su sector mayoritario– y en particular Montoneros, que vivía un crecimiento vertiginoso, veían en Perón a alguien que se había transformado en el exilio y regresaba como el estratega de una salida revolucionaria que haría realidad el proclamado socialismo nacional.

Pronto se verían quienes estaban más cerca del verdadero proyecto del líder, pero antes, un despechado Lanusse convocaba  a elecciones con la participación del peronismo. Sin embargo, Perón no podría ser candidato en virtud de carecer del mínimo tiempo de residencia en el país que estilaba la amañada convocatoria. Es esa situación la que desemboca en la elección de Perón de ungir a Héctor J. Cámpora como el candidato presidencial del peronismo y en la contundente victoria electoral de Marzo de 1973 por más del 49% de los votos. A nadie se le escapaba que la mayor legitimidad política no residía en quien ocupaba la presidencia, sino en el propio Perón.

Se iniciaba la conspiración en el seno del propio peronismo para derribar al gobierno de Cámpora, que coronaría en  la masacre de Ezeiza pero cuyos objetivos iban mucho más allá. Había que disciplinar como fuera al espacio multifacético de la protesta social nacido a caballo del Cordobazo.

Segunda cuestión, esos objetivos chocaban con la dinámica social establecida en el breve interregno de Cámpora. Ese momento estaría signado por su asunción con la presencia de los presidentes de Chile, Salvador Allende, y de Cuba, Dorticós, con alrededor de un millón de personas movilizadas y un evidente predominio numérico de las columnas de la Juventud Peronista. Esa misma noche, se producía la liberación inmediata de los presos políticos, arrancada por una movilización masiva conocida como el Devotazo, que precede a la ley de amnistía aprobada por el parlamento. Casi inmediatamente, comenzaba una ola de tomas de distintas dependencias públicas.

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De allí que el temor de los factores de poder frente al gobierno de Cámpora no estribaba en un programa económico y social moderado sino en las luchas sociales que le daban su contexto. De una manera mucho más profunda el dilema que se jugaba era: transformaciones de fondo apoyadas en las luchas sociales o reinstitucionalización de la mano del acuerdo entre la clase política de los partidos mayoritarios, la burocracia sindical y la fracción de la burguesía industrial nucleada alrededor de la Confederación General Económica (CGE). Cámpora debía ser desplazado porque su llegada al gobierno era un fruto más de lo primero que de lo segundo. El presidente vicario no podía –ni probablemente quería– llevar adelante el proyecto de depuración que el propio Perón impulsaba.

Tercera cuestión, ese proyecto de recomposición sistémica con el retorno del peronismo al gobierno se basaba centralmente en 3 aspectos:

A) La reedición de un pacto social tripartito entre empresarios, sindicatos y el Estado, que requería un acuerdo con la burocracia sindical del peronismo –fuertemente autonomizada en los años de proscripción– quienes a cambio de aceptar una disciplina vertical contarían con diversas ventajas y herramientas para atacar las corrientes clasistas y combativas del movimiento obrero, reforzando su control de los sindicatos.

B) Relegitimar el sistema político canalizando negociaciones por el parlamento para disminuir el conflicto en las calles y fábricas. Ese aspecto presuponía la búsqueda de consenso con la Unión Cívica Radical, como demuestra el abrazo de Perón con Balbín. 

C) Fundamental, disciplinar al conjunto del movimiento peronista, en particular sus corrientes revolucionarias. Si eso no ocurría se contemplaba su eliminación directa, como Ezeiza comenzaría a ejemplificar.

El GAN había fracasado en gran parte de sus objetivos, pero el regreso de Perón con ese proyecto pone sobre el tapete toda una discusión. Años más tarde, durante la dictadura de Videla, el propio Lanusse, con no poca soberbia y autovaloración, diría que su acierto mayor fue permitir el regreso de Perón, con la certeza de que terminaría ineludiblemente en su enfrentamiento con las corrientes revolucionarias. Es cierto, el antiguo dictador hablaba con el diario del lunes, atribuyéndose una previsión que tal vez no entraba en su idea original, pero analizando el contexto debemos decir que la mentira esconde una parte de verdad.

Cuarta cuestión, esa ofensiva requería la puesta en marcha de una nueva estrategia contrainsurgente –preanunciada en la masacre de Trelew durante la dictadura previa– amasada en los sótanos de tortura de los militares franceses en Argelia y Vietnam primero y poco después por la Doctrina de Seguridad Nacional pergeñada por EEUU en la Escuela de las Américas. Su versión más elaborada partía de asesinatos sistemáticos a la militancia de agrupaciones de base de todo tipo para generar terror social, desmovilizar por esa vía a franjas importantes de la población y confinar a las organizaciones revolucionarias a sus propias fuerzas.

En la fase inicial la primera línea de esa estrategia de exterminio la lideraría la ultraderecha del peronismo, con José López Rega –secretario privado de Perón– orquestando el diseño operativo desde el Ministerio de Bienestar Social. La Triple AAA sería el embrión del terrorismo de Estado, mientras las Fuerzas Armadas se replegaban temporariamente para recuperarse del desgaste sufrido en la dictadura previa y esperaban su oportunidad. Ese rol de la ultraderecha del peronismo contó con el aval del propio Perón, apoyo sin el que no se habría podido llevar adelante ese ataque[1].

Agreguemos que los vínculos de Perón establecidos a principios de los 70’ con la Logia masónica Propaganda Dos (P2) de origen italiano, que contaba como integrante a López Rega, se basaban en un acuerdo de combate al comunismo en el Cono Sur, donde había que impedir que Argentina siguiera el camino del Chile de Salvador Allende. Los acuerdos políticos iban de la mano de una red de negocios de la que participaban importantes ejecutivos de trasnacionales como la FIAT, el Vaticano, políticos, militares y empresarios de distintos lugares del mundo. Gelli jugó un papel determinante en que se concretara la entrega del cadáver de Eva Perón, en que el Vaticano levantara la excomulgación que pesaba sobre el líder desde su enfrentamiento con la Iglesia Católica en su segundo gobierno y en financiar parte de los recursos que se necesitaban en Puerta de Hierro. Otro de los vínculos que unía la P2 y la ultraderecha con el círculo más cercano de Perón –junto a López Rega– era uno de sus guardaespaldas, el ex coronel croata, Milo Bogetich –en realidad Mile Ravlic–, un criminal de guerra que había sido miembro del gobierno pronazi croata nacido en la Segunda Guerra Mundial.

Si la historia no es la de conspiraciones de palacio, lo que parece indudable es que ninguna decisión que tomaran las organizaciones armadas, en particular Montoneros, por moderada que fuera, podía frenar la estrategia de exterminio cuyos componentes y lazos se venían tejiendo desde mucho tiempo atrás.

De allí que además haya que enmarcar Ezeiza en el contexto internacional de ofensiva mundial del capital desde los 70’ en adelante, en los inicios de consolidación de los planteos neoliberales cuyos primeros experimentos se iban a desarrollar precisamente en Latinoamérica. Se trataba de la contraofensiva estadounidense para consolidar una hegemonía amenazada por la derrota en Vietnam –evidente ya en 1973–, el auge del movimiento antibélico y las luchas afroamericanas en su propio país y la ola de protestas radicalizadas que recorrían el mundo desde 1968.

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Apenas una semana después de Ezeiza, en Uruguay el presidente Juan María Bordaberry junto a las Fuerzas Armadas establecía una dictadura cívico-militar que disolvía el Parlamento, ilegalizaba los partidos políticos y los sindicatos,  establecía una estricta censura y control sobre los medios de comunicación y la detención y tortura de diversos referentes de las fuerzas de izquierda. Ya el potente Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros (MNLT), organización armada de importante desarrollo, había sufrido una fuerte derrota en 1972. Sus principales líderes se encontraban detenidos en condiciones aberrantes como rehenes de los militares, con la orden de ser asesinados ante cualquier acción militar de los Tupamaros.  

Tan sólo 9 días después de Ezeiza, en Chile se desarrollaría el Tancazo contra el gobierno de Salvador Allende. El regimiento blindado Nº 2 liderado por el Teniente Coronel Souper atacó la casa de gobierno de La Moneda y el Ministerio de Defensa. En la asonada, el camarógrafo argentino Leonardo Henrichsen filmaría su propia muerte cuando un soldado le dispara a quemarropa.

El levantamiento sería sofocado por fuerzas militares leales. Sin embargo, como explicaría el dictador fascista Augusto Pinochet poco después, se trataba sólo de un ensayo sin intervención de las fuerzas principales en el golpe, con la intención de medir la reacción del gobierno y las fuerzas populares. Observar con qué recursos contaban, ubicar militares verdaderamente leales a la defensa del orden constitucional y sobre todo percibir si a nivel popular se evidenciaba una reacción que contara con armas propias frente al golpe. El advenimiento del fascismo y el 11 de Septiembre se encontraban a la vuelta de la esquina.

Tanto en Chile como en Uruguay la escalada había comenzado mucho antes, apadrinada por la CIA y con una alta influencia de la dictadura brasileña que se había instalado en el poder en 1964 en el caso de Uruguay. Un tiempo más tarde se instalaría el Plan Cóndor, que articulaba la represión de las distintas dictaduras de la región.

Ezeiza se enmarca en esas coordenadas de giro en la estrategia represiva y de contraofensiva de las clases dominantes a nivel mundial y sobre todo regional.  En el caso argentino el operativo incluía culpar a las organizaciones armadas de la masacre, desplazar a Cámpora de la presidencia y habilitar un nuevo gobierno peronista para lograr el control del Estado tras el retorno de Perón a la Casa Rosada.

Quinta cuestión, Ezeiza será presentado como un combate militar provocado sobre todo por los “sectores infiltrados en el movimiento”, “Comunistas”, “Trotskistas”, como forma de aludir en ese momento a la Tendencia Revolucionaria liderada por Montoneros, para luego extender esos motes al conjunto de la lucha social. Una vez más, como en otras represiones históricas, el rol de los medios de comunicación hegemónicos será central para amplificar ese discurso al unísono. La invención dominante consistirá en hablar de un intento de copamiento del palco, falacia que resultaría imposible de probar. En el mejor de los casos desde los medios comerciales se hablaría de un enfrentamiento entre la derecha y la izquierda del movimiento peronista, perspectiva que incluso en sectores progresistas perdura hasta el día de hoy. Como prueban las investigaciones más serias no hubo tal, sino una emboscada preparada con antelación porque sus objetivos estaban fijados de antemano.

Un enfoque comparativo de masacres contra las organizaciones populares encuentra rápidamente, más allá de sus diferencias, ciertas similitudes a tener en cuenta por cualquier proyecto emancipatorio. Cuando el poder real percibe una amenaza a sus intereses con capacidad de movilización e inserción social toma la decisión del asesinato, sea por medio de grupos parapoliciales –Ezeiza– o por las fuerzas represivas –Avellaneda el 26 de Junio del 2002, por mencionar una masacre cercana. A su vez, prepara una trama de deslegitimación previa y sobre todo posterior, contando con la complicidad directa del poder mediático y con la anuencia de determinados sectores de la clase política e incluso de grupos con alguna clase de incidencia en las clases subalternas que repiten o reformulan distintas variantes del discurso dominante –la burocracia sindical en Ezeiza, con un sector que formaba parte directamente de los ejecutores o personajes como D’Elia culpando a las víctimas tras el 26 de Junio del 2002.

Sexta cuestión, la masacre preanuncia el terrorismo de Estado que llevará adelante la última dictadura y cuyo germen podemos ubicar en la existencia de la Triple AAA y el Operativo Independencia en Tucumán durante el tercer gobierno peronista.

La tarea principal de desarticulación y fragmentación de la clase obrera, requería de la modificación de la estructura económico-social de la Argentina. Un anticipo de ese giro que abandonaba por primera vez cualquier intento redistribucionista del peronismo sería el Rodrigazo, brutal ajuste económico –derrotado coyunturalmente por la movilización obrera enmarcada en las Coordinadoras Fabriles– implementado en el gobierno de Isabel Perón tras la muerte del líder.

Hay un hilo conductor que articula Ezeiza con esos giros, con la dictadura y con un peronismo que tras el retorno de la democracia abandona cualquier tipo de discurso que cuestione el sistema capitalista. Los 90’ y el neoliberalismo desenfadado menemista tienen como antecedente ineludible los jalones previos.

A su vez, tras una nueva crisis de dominación condensada en el 2001, el retorno del peronismo bajo el kirchnerismo se planteó el reconocimiento de ciertas demandas surgidas en un nuevo ciclo de luchas populares, enmarcado en una preocupación por la redistribución en clave de recomposición de la gobernabilidad bajo un capitalismo social. Un sistema que supuestamente puede aunar crecimiento económico con mayor ganancia del capital y mejora adquisitiva de las clases populares, por medio de un neodesarrollismo que postula la defensa de un capitalismo con mayor regulación del Estado y la renegociación de los términos entre Estado y mercado.

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El proyecto de institucionalización adquirió rasgos de autonomía relativa que le valieron,  por cierto no inmediatamente, la ruptura con gran parte del bloque dominante y el rechazo visceral de un amplio sector social enancado en una concepción cultural tributaria de los peores sustratos clasistas, racistas, misóginos y reaccionarios.

La paulatina desaparición del peronismo revolucionario –más allá de la dignidad de grupos y referentes minoritarios que continuaron fieles a su historia– paradójicamente se reforzó en el auge del kirchnerismo, con un retorno folklórico a los 70’. Un regreso discursivo ya despojado de cualquier intento de transformación estructural y reacio a todo proceso de movilización que no sea estrictamente controlado desde el Estado. Ese perfil se impulsó en el momento de mayor peso hegemónico del proyecto kirchnerista elaborado tras el conflicto con el agronegocio en el 2008. Surgió acompañado de medidas de fuerte impacto social –como la AUH o la recuperación de las AFJP–, de la aparición de La Cámpora –nombre no casualmente relacionado con el momento histórico que describimos– como fuerza juvenil y de la conmoción que causó la muerte de Néstor Kirchner. Su instante de mayor impacto probablemente hayan sido los festejos del Bicentenario. Esa mística setentista, que caló profundamente en una parte muy considerable de la juventud y que sólo había asomado tímidamente en los albores del kirchnerismo, se volvió aspecto central del discurso.

Sin embargo, la proclamada politización de esa juventud tuvo como paradigma su incorporación al Estado como funcionarios que, en el mejor de los casos, venían a administrar lo existente de manera progresista. Nada de imaginar cambios de fondo. La herramienta política tenía que ser la captura de las estructuras del Partido Justicialista y de las oficinas gubernamentales y no la modificación de relaciones de fuerza en la sociedad civil. Cada paso posterior se evidenció rigurosamente subordinado al culto de las relaciones de fuerza mundiales, regionales y nacionales consideradas casi como inmutables. La separación entre una retórica que apelaba a la memoria de les combatientes y sus luchas resultó progresivamente cada vez más disfuncional con las tibias prácticas burocráticas cotidianas.

El punto es que esa separación, esa brecha, ese abismo estaba presente desde el inicio de su puesta en marcha. En ese diseño el pasado se revisita pero no juega un rol de redención y de nueva batalla de les vencides de la historia, como nos reclamaba –y reclama– Walter Benjamín, sino apenas de arma retórica para dotar de potencialidad hegemónica un proyecto de institucionalización.

Fue hijo en más de un sentido, desde una mirada de la historia de largo plazo, de esa modificación en un sentido regresivo de la estructura económica y social, de la subjetividad traumatizada por la derrota con la resignación como componente determinante cuyo inicio, en tanto contraofensiva del bloque dominante, podemos datar en Ezeiza. La interpelación a esa herencia, que fue el significado principal del ciclo de luchas condensado en el 2001, fue rápidamente recanalizado, al menos mayoritariamente, hacia ese dispositivo.

Agotado el intento ante la inviabilidad del modelo neodesarrollista en un contexto diametralmente diferente al que le dio origen y ya lejano el 2001, asistimos en los últimos tiempos a una profunda relectura que, en palabras de Cristina Kirchner, revalora ser “los que nos quedamos con Perón”, es decir, reivindicar a los sectores que abandonaron Montoneros tras el enfrentamiento creciente con Perón.

La mística recreada anteriormente vía una supuesta identificación con ese sector del peronismo revolucionario se trastoca ya en una toma de distancia que acentúa la reivindicación de la verticalidad, la obediencia y la aceptación de las reglas de juego dominantes con escaso margen para su modificación, aún parcial. El apoyo a la candidatura de Scioli contra Macri primero, la de Alberto Fernández después y el sostenimiento del ajuste de Massa basado en el acuerdo con el FMI evidencian ese giro.

La posibilidad de recreación del peronismo revolucionario en el marco del peronismo actual a nuestro juicio hace mucho tiempo que se mostró agotada. Ezeiza fue el inicio de ese camino de destrucción de los intentos de transformar en un sentido anticapitalista la identidad popular del peronismo, pero también el preanuncio –junto a la anterior masacre de Trelew- de lo que el poder real estaba dispuesto a llevar a cabo para apagar cualquier intento revolucionario dentro y fuera del peronismo.

Reconstruir esas articulaciones, esas rupturas y continuidades, pero sobre todo las tentativas de “tomar el cielo por asalto”, con sus luces y sombras, son tareas imprescindibles. Revisitar Ezeiza como jalón de una estrategia del enemigo y principalmente en clave de acercamiento a  aquel momento de múltiples prácticas contrahegemónicas no puede hacerse desde un lugar o sentido meramente estatalista ni tampoco como copia o bronce que impulsan los mitos del eterno retorno. Por el contrario, debiera ser búsqueda de sus contenidos más revulsivos, de indagar y resignificar los principios de utopía, resistencia y esperanza que albergaron. De rememoración crítica como insumo para la acción en todo nuevo intento de cambiar radicalmente la pesadilla de la realidad existente.


[1] Ver en este Dossier El papel de Perón en la estrategia de aniquilamiento.

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