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Otra forma de leer el narco

Entrevista realizada por Eliana Gilet desde Ciudad de México para Brecha al investigador mexicano sobre narcotráfico Oswaldo Zavala

¿Qué tienen en común la guerra contra las drogas de hoy con las dictaduras de los años setenta y ochenta? Brecha conversó con Zavala sobre su investigación histórica del narcotráfico en México, más allá de las explicaciones oficiales y las fábulas de Netflix.

La gira que el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, hizo el 11 de setiembre, en la que visitó Colombia –en el marco de una cumbre regional antidrogas– y Chile –a los 50 años del golpe de Estado en ese país–, funciona como hilo conductor involuntario de este reportaje. La explosión del narcotráfico como tema central del debate público obliga a buscar perspectivas críticas y a preguntarse sobre continuidades históricas y sobre la veracidad de los discursos oficiales que monopolizan la información del tema.

Zavala es un periodista mexicano, radicado en Nueva York, donde da clase en la estatal City University of New York, y es autor de dos libros –Los cárteles no existen (Malpaso, 2018) y La guerra en las palabras, una historia intelectual del narco en México (1975-2020) (Debate, 2022)– que abrieron camino en esta búsqueda de nuevas interpretaciones y tienen como base la dolorosa experiencia mexicana.

—¿Cómo abrir una lectura crítica del narco?

Una manera de comprender la aparición del narcotráfico como un problema central, primero en Colombia, luego en México y ahora en varios países más, es revisando críticamente la historia de la agenda de seguridad nacional y no tanto el fenómeno aislado del narcotráfico. Nuestro entendimiento actual de ese fenómeno es resultado de una transformación en la política de seguridad de Estados Unidos acompañada de presiones diplomáticas, acuerdos de cooperación militar e intervención geopolítica directa del Norte global en el Sur global. El narcotráfico se fue haciendo así un problema más relevante y central, no necesariamente porque el fenómeno en sí cobrara las dimensiones que con frecuencia se señalan en medios de comunicación. Eso es un primer paso importante.

Hasta mediados de los años ochenta, el narcotráfico no ocupaba la centralidad que hoy ocupa en las políticas de seguridad en México. Las llamadas mesas de seguridad no lo incluían entre sus temas a tratar, no era un problema para el régimen y menos un asunto de seguridad nacional como es ahora. La transformación ocurrió en 1986 y se dio primero en Estados Unidos, cuando el presidente Ronald Reagan aprobó una nueva directiva de seguridad nacional que ubicaba al narcotráfico como problema central, desplazando el combate anticomunista de la Guerra Fría. Esto tuvo un efecto casi inmediato en México, donde se desmanteló la política de seguridad que hasta entonces subalternaba a los traficantes y los empleaba como fuerza operativa clandestina, y se pasó a convertirlos en enemigos públicos.

En los años siguientes, se firmó una serie de acuerdos militaristas, diplomáticos y de cooperación que fueron agrandando el aparato de seguridad en nuestro país y convirtiéndolo en una afinada máquina para matar. Al llegar la década de 2000, el Ejército y la Marina mexicanos habían duplicado su tamaño y estaban listos para empezar esta nueva época de militarismo. Cuando, en 2006, el presidente mexicano Felipe Calderón declaró la supuesta guerra contra el narcotráfico, se desató esta enorme fuerza militar y se la envió a distintas zonas del país. El militarismo no ha dejado de crecer en México, a tal punto que hoy es un país mayormente ocupado por militares, no por narcotraficantes. También hay una correlación directa entre la presencia de fuerzas armadas y policías y el aumento de los índices de homicidio. Debemos comprender rápidamente que ahí donde hay más presencia del Ejército es donde más violencia se ha dado.

—A la par de que se desató el Plan Cóndor en el Cono Sur de América, en el Norte también se denominó Cóndor a la primera intervención antidrogas del gobierno estadounidense en México, en 1975. ¿Halló en su investigación algún vínculo entre ambas operaciones?

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El Plan Cóndor en México se ha pensado separado al del resto de Latinoamérica, porque los historiadores señalan que uno está enmarcado en la erradicación de la marihuana y la amapola y el otro en las coordenadas del anticomunismo de la Guerra Fría. Pero pensarlos en paralelo nos permite ver que ocurren en forma simultánea, ambos se denominan con la misma metáfora y también compartieron personajes del gobierno estadounidense. En mi libro, me centro en Henry Kissinger y su papel en organizar a quienes operaron el Cóndor mexicano, entre ellos Sheldon Baird Vance, un diplomático de carrera, nombrado personalmente por Kissinger. También podemos ver cómo ambos planes Cóndor detonaron una era de militarismo que en México continúa y se exacerba con el paso de las décadas.

Más allá del contenido político de lo que cada plan decía combatir, tienen en común que ambos fueron potentes agendas de militarización que instrumentalizaron a los Ejércitos de los países de turno. Son el resultado de una gobernabilidad militarista que sigue operando en el hemisferio, cuyo punto de gestación es el Norte global más que nuestra historia política inmediata.

—La narrativa oficial sostiene que el Estado se retrae frente al avance del narco; en su análisis, ¿cuál es el papel de los Estados nacionales en la guerra contra el narco?

Esto que llamamos guerra contra el narcotráfico es una retórica que encubre un proceso militarista muy común en la era neoliberal. A partir de los años ochenta, y contra la opinión de algunos expertos en la materia, el papel del Estado no se redujo en términos absolutos, sino que se transformó. Si bien sí se redujo en ciertos aspectos, sobre todo en su papel de bienestar, agrandó sus aparatos de seguridad y los usó para allanar el fluir del capital transnacional. El papel del Estado en la era neoliberal es acompañar estos flujos con un aceitado aparato de seguridad, por eso, lo que se nombra como guerra contra el narco es un proceso que hace de la violencia estatal un modo de administración pública.

Es evidente que la violencia le es necesaria en zonas de México donde se instalan megaproyectos que, con frecuencia, tienen oposición local, ambientalista o comunitaria. La era neoliberal también acelera el despojo territorial y de recursos naturales, y el militarismo del narco brinda el marco para ejercer esta violencia en nombre de la seguridad, sistemáticamente dirigida contra los actores locales y comunitarios que sostienen una defensa territorial o pelean por la supervivencia de comunidades afectadas.

También es una forma de ejercer el control social en las ciudades, donde abiertamente se habla de hacer una limpieza social. Cuando empezó el militarismo en Ciudad Juárez, de donde soy originario, algunos miembros del empresariado y de los poderes fácticos hicieron un llamado para aprovechar la guerra contra el narco para librar a la ciudad de pandilleros y delincuentes comunes. Se llegó a hablar públicamente de algo siniestro, como el exterminio de gente que se percibía como amenaza criminal, cuando en realidad era gente pobre, desposeída, que no tenía ninguna forma de defenderse. El índice de letalidad es tan alto en México que cada vez que hay una confrontación del Estado con delincuentes el resultado más habitual es su asesinato y no su detención.

Así, el supuesto achicamiento de un Estado rebasado por el crimen organizado es una narrativa que encubre la aparición de su forma militarista, en que el gasto público se vuelca a hacer crecer los aparatos de seguridad y el Estado borra su función de bienestar en favor de una violenta política de control social que termina con asesinatos y desapariciones forzadas. Esto debe entenderse como una agresión constante y sistemática en contra del pueblo y no como una guerra. Las víctimas del militarismo en México, de 2006 en adelante, son más de medio millón de personas asesinadas y 120 mil desapariciones forzadas. En promedio, son jóvenes pobres, morenos, de entre 19 y 25 años de edad, que poco o nada reflejan el supuesto poderío del narcotráfico con capital y presencia transnacional que genera miles de millones de dólares. Las víctimas siempre son jóvenes que nacieron y murieron pobres.

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—En esta crisis hay también un beneficio empresarial. ¿Cómo se incluye en su análisis este tercer sector, el que maneja el capital?

Siempre conviene pensar las políticas de seguridad como una forma entre otras de gestar capital, es decir, de instrumentalizar esas políticas con ese fin. En México, me interesa pensar su cruce con la política energética, porque son fenómenos que se desarrollan paralelamente y se complementan. A la par del avance de la privatización de las empresas estatales desde finales de los años ochenta, crecieron también los acuerdos de seguridad e intervención militar. Al llegar el 2000, estos fenómenos coincidieron en el territorio: los militares ocupaban zonas con intereses mineros o de desarrollo de energías limpias y lo hacían en nombre de la lucha contra el narco. En Tamaulipas, en el golfo de México, al noroeste del país, existe uno de los mayores yacimientos de gas natural del país, que es explotado por transnacionales estadounidenses, y allí, durante los años más violentos de la guerra contra el narco, se construyó un gasoducto que cruzó medio México para llegar a California. ¿Pero cómo es posible que avance el extractivismo en un país que está rebasado, como dicen las agencias estadounidenses, por el crimen organizado?

—Otra parte importante de su trabajo es la crítica cultural, que impulsa a distinguir los discursos de los hechos, identificar lo que usted llama narconarrativas, que juegan el rol que antes se jugó al construir el personaje del sedicioso. ¿Cuál es el papel de la prensa y de la industria cultural en este proceso?

Es muy importante, porque los campos de producción cultural son la gran herramienta que legitima el militarismo y la violencia estatal en la era neoliberal. La narrativa de la guerra contra el narco se volvió hegemónica y crea sus propias inercias de consumo. Pero si hacemos historia de estas metáforas podemos emplear otro criterio: propongo que la narrativa del narco empieza con las instituciones oficiales y no proviene de un entendimiento directo del fenómeno.

Esa idea de que el cártel rebasó al Estado, que compra políticos y puede influir en campañas presidenciales es un discurso producido por una clase política en México y Estados Unidos con intereses en esa agenda. Cada vez que esto se enuncia de manera oficial, pasa por un filtro de legitimación, que es el filtro del periodismo, que da credibilidad a ese discurso. Lo vuelve una cosa real, porque el mensaje no se recibe igual si viene del vocero de la fiscalía que si es de periodistas que están en la calle y corroboran la información. El problema es que usualmente los medios masivos repiten las fuentes oficiales con muy poco criterio propio. Sobre ellos se sostiene, a su vez, un mundo de creadores que hacen variaciones sobre la información de los periodistas. Guionistas, músicos, cineastas, artistas plásticos, escritores de ficción, todos han consumido esa información, creen que es real y de modo espontáneo la refuerzan a través de productos culturales masivos. Hay estudios de audiencia sobre Narcos, la serie de Netflix, que indican que su público piensa que está mirando algo cercano a un documental.

Gracias a la desclasificación de documentos oficiales sabemos que en Estados Unidos no hay producción de cine o televisión sobre temas de seguridad que no sea censurada explícitamente por las instituciones del gobierno. Hablo de la revisión de guiones, de obligar a los guionistas a quitar y cambiar cosas que sean críticas de las agencias de seguridad para mantener la narrativa que les interesa a esas agencias. En el caso de la guerra contra el narco, pueden hacer aparecer a cierto traficante como un agente poderosísimo, líder de una banda transnacional tremenda, que puede llegar a corromper a agentes del Estado para que trabajen a su servicio. Esto parece una crítica al rol del Estado, pero en realidad afirma el discurso oficial: es el eje que posibilita la existencia de la agenda de seguridad. Si el narcotraficante es tan poderoso que puede llegar a controlar al secretario de Gobernación o al presidente de México, con más razón hay que ir a militarizar rápido, hay que pelear una guerra, porque el narco es un enemigo formidable, que debe ser detenido a toda costa. Esa es la función del discurso dominante y de los productos culturales que lo hacen circular.

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—¿Cómo analiza la política de seguridad del sexenio de Andrés Manuel López Obrador, que inició anunciando el fin de la guerra contra el narco?

El presidente López Obrador ha tenido la explícita voluntad de hacer un viraje con respecto al militarismo securitario. Propongo pensar en diferentes momentos de su gobierno para tratar de dar sentido a la complejidad de todo esto. El presidente empezó con una clara idea de desescalar el militarismo antidrogas y proponer una agenda más bien centrada en la salud pública, de atención a víctimas y adicciones, que se ha intentado varias veces y se ha visto interrumpida por intereses opuestos. Pero dentro del Ejército mexicano han surgido desacuerdos sobre el futuro de la política de seguridad. También hubo avances claros en someter a un examen crítico a las Fuerzas Armadas, sobre todo en torno a la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa.

Sin embargo, el presidente también ha tenido que gobernar y eso implica, como se sabe, acuerdos, negociaciones y formas de recanalizar los usos operativos del Ejército. También es importante notar que, aunque López Obrador intentó un viraje respecto a los operativos antidrogas, de todos modos ha permitido que el Ejército participe en la política antimigrante, que deriva del mismo discurso que la guerra contra el narco y es una forma de hacer aparecer nuevos enemigos domésticos.

—Suele mencionarse que la despenalización de las drogas es la vía para evitar la violencia del narco, pero este análisis deja de lado el rol estructural que cumple esa violencia. ¿En México es viable la despenalización como salida de la violencia?

Respecto al tema de las drogas por sí mismo, la despenalización es el único camino lógico, que permite proteger a los consumidores y erradicar la acción punitiva estatal, clasista y racista respecto a las drogas. Simpatizo con la despenalización del narcotráfico en general. Mi palabra de cautela es que, por sí sola, la despenalización no va a interrumpir el flujo de la violencia, porque la política militarista de seguridad no tiene casi nada que ver con las drogas.

El narco es un dispositivo que puede llenarse del significado que quieras. He señalado en mis libros que la palabra narco es lo que en teoría política se refiere como un significante vacío. Es un concepto que en verdad no está lleno de nada específico: a veces un narcotraficante puede ser, paradójicamente, un delincuente de cualquier otro producto, no necesariamente tiene que ocuparse del tráfico de narcóticos. Lo que tenemos que hacer para interrumpir la violencia securitaria es criticar este discurso y a los aparatos de seguridad que promueven esas agendas. Ahí es donde vamos a poder incidir de manera significativa en la interrupción de estos procesos de violencia generalizada contra las poblaciones más vulnerables.

Sabemos, tenemos claro que los índices de violencia en México fueron aumentando conforme creció el aparato de seguridad y aumentó su uso desmedido y no fiscalizado. Como decía un amigo y mentor, el fotoperiodista Julián Cardona de Ciudad Juárez: «La violencia de una ciudad es del tamaño de su Policía». Por eso, tenemos que decrecer el tamaño de nuestras Policías y Fuerzas Armadas para realmente desescalar nuestra violencia.

Fuente: Brecha

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