El agotamiento provocado por años de crisis constantes y una crónica carencia de salidas son el telón de fondo de un proceso electoral que genera muy pocas ilusiones colectivas de progreso. La noche del domingo 22 dejó una perturbada sensación de alivio, luego todo fue volviendo a la oscura normalidad y la misma ausencia de perspectivas que no desaparecerán el 19 de noviembre con el balotaje. De la incertidumbre se pasó al alivio transitorio, pero la bronca y la desesperanza siguen calando hondo en el cotidiano social. El último gobierno de CFK dejó 165,7% de inflación en cuatro años; el de Macri acumuló 261,4% y el de Alberto-que aún tiene tiempo para empeorar-acumuló 621,3% hasta el mes pasado. Desde enero de 2011 hasta septiembre de 2023, la inflación acumulada fue de 9.142,2%. Un desquicio inflacionario al que ningún salario pudo equiparar y menos superar. El italiano Bifo Berardi plantea que los jóvenes “empezarán a desertar del sistema en busca de una autonomía creativa” en lugar de “aceptar trabajar como esclavos” (ver video).
Transitar el día a día conlleva para gran parte de los argentinos dejar en el camino pedazos irreemplazables de vida en la búsqueda de metas elementales como llegar a fin de mes, seguir teniendo algún sueño modesto pero constructivo, no resetear la ideología para evitar caer en un suicidio colectivo consciente o inconsciente.
A pesar de los intentos frustrados y de la conciencia reflexiva que aparece acorralada por la inmediatez de las redes sociales, el disfrute se trasladó a pequeñas cápsulas de lo instantáneo -viví el día y al día- y las construcciones colectivas transformadoras mutaron en un efímero conformismo del mal menor. En el mejor de los casos, en una resistencia por venir.
La perversión del sistema político es responsable, pero los individuos también tienen su inerte responsabilidad. Así, vivir cuesta más vida y un sector mayor se hunde cada vez más todavía en los pantanos de la derecha.
Años de crisis e inflación
Desde hace no menos de ocho años que el diario transcurrir de la vida en este país se ha transformado en una constante penuria, a la que se fue acostumbrando la mente y convirtió a la existencia misma en un fastidio.
Primero fueron los pequeños ajustes y devaluaciones del último kirchnerismo de Cristina antes de caer derrotada por el macrismo a finales de 2015. Claro que hoy esas carencias pasaron al olvido debido a que las nuevas fueron siempre y de manera constante mayores y más contundentes.
A los ajustes en las tarifas de los servicios públicos del arranque macrista, con muchos buscando apagar cuanta luz o estufa estuviera a su alcance para reducir el consumo; le siguieron los cimbronazos de 2018 cuando, después de la derrota electoral de medio término, se vinieron la catarata de catástrofes cotidianas con la suba del dólar y la disparada inflacionaria.
En el 2020 irrumpió la pandemia con el largo confinamiento, pero apenas concluyó volvió a cabalgar desbocadamente el proceso inflacionario de la mano de las incapacidades del albertismo para controlarla.
La sociedad argentina no solamente se acostumbró a vivir alocada y adormecida, sino que asumió que la inflación es parte de la vida y que sólo resta aprender cómo lidiar con ella; si eso resulta posible.
El último gobierno de Cristina Kirchner pasó con 165,7% de inflación acumulada en cuatro años; el de Mauricio Macri agregó 261,4% y el de Alberto Fernández -que aún no concluyó y tiene tiempo todavía para empeorar más- ya le sumó hasta el pasado septiembre 621,3% de suba de precios en casi cuatro años.
Si se toma como punto de partida enero del 2011 y se cierra el círculo en el mes pasado, la inflación acumulada en el país fue del 9.142,2%. Un desquicio inflacionario al que ningún salario o ingreso ha podido equiparar y mucho menos ganar.
Los argentinos se acostumbraron a vivir así, corriendo detrás de los precios y rogando míseros aumentos de sueldo para poder, en el mejor de los casos, empatar a la cada vez más atolondrada estampida inflacionaria.
Se hizo carne, o peor aún una yaga, vivir montados en la inflación y la destrucción permanente del poder adquisitivo; mientras unos pocos se llenan los bolsillos y sacan suculentas tajadas de las colectivas penurias cotidianas.
En esas carreras por llegar siempre tarde y mal a fin de mes se escaparon trozos de vida y vidas enteras para siempre. Las escenas irreversibles son más dolorosas y trágicas según lo cerca que se esté del fondo del tarro.
Jibarización de ideologías y utopías
No es normal que un pueblo acepte mensamente que le metan la mano en el bolsillo a través del mecanismo inflacionario de los precios, o quizás lo sea en una nueva realidad de contención social raquítica y donde inclusive amplios sectores de los asalariados formales se empobrecen.
En contrapartida hay sectores empresarios y lúmpenes multimillonarios que se benefician y enriquecen de manera permanente a costas de las grandes mayorías y con el aval sucesivo de las distintas fuerzas políticas que manejan el Estado, denostado pero muy apetecido por los “líderes de la industria” para colocarle sus productos.
Las cabezas parecen estar limadas, adormecidas, segmentadas, tiktokeadas, instagrameadas, vaciadas, al límite del fascismo, etc, etc, etc.
No es cierto que los pueblos siempre tienen razón, tampoco que nunca se equivocan; todo depende del prisma con el que se vea la realidad y desde el estrato social desde el que se haga el enfoque.
Las sociedades son capaces de suicidarse, de resignarse, de entregarse, de doblegarse y de elegir solamente -en el mejor de los panoramas posibles- resistir los embates de aquellos que aprovechan los momentos históricos para arrebatar conquistas, derechos y dignidades para de esa manera imponer vetustas e ineficaces ideas de esclavismo moderno emparentadas con las libertades individuales extremas, el progreso meritocrático y la explotación del hombre por el hombre a cambio de apenas una mísera subsistencia para las mayorías.
Ver el artículo: Las sociedades, a veces, se suicidan
La madre de todas las derrotas
Existe una derrota moral, ideológica, política y colectiva que hizo retroceder la esencia del ser humano -especialmente en el terreno de su conciencia y su ética personal- al espacio más reduccionista, que lo llevó al consumismo como expresión de la “felicidad”, que lo desarmó de ideas e ideologías, que lo vació de utopías y ambiciones socialmente igualitarias.
Tanto se retrocedió, que la rebeldía y transformación social terminaron siendo arrebatadas por la derecha, destrozando el imaginario colectivo para formatearlo en el más extremo individualismo del sálvese quien pueda. Y que salga joya la selfie o la historia así queda bien reflejado en las redes para la envidia del resto.
Escombros de Berlín
Las explicaciones y los orígenes de este proceso de regresión, no lineal pero constante, quizás haya que buscarlas en el derrumbe del Muro de Berlín. Debajo de esos escombros suelen aparecer algunas directrices que permiten entender que las ideas de transformación social colectivas y la construcción de nuevas realidades profundamente igualitarias quedaron en desuso para amplias capas de la sociedad.
El socialismo como idea de construcción colectiva igualitaria, abarcativa y expansiva quedó entrampado bajo los pedazos de un movimiento social que salió corriendo a sumarse al consumismo y el individualismo como única alternativa posible a la mugre del estalinismo deformado que destrozó los sueños comunistas.
Hoy casi nadie dejaría de lado la posibilidad de tener un celular de última generación, de viajar hasta donde le dé el cuero o de comprarse lo que quiera con lo que pudo juntar, a cambio de eliminar la pobreza, la desocupación o las inequidades sociales. En el mejor de los casos, algunos con suerte lo piensan; pero en la mayoría de los casos se contentan con votar opciones de izquierda para de esa manera sentirse cumplidos y lavar las culpas de lo que no se está dispuesto a hacer.
Eso no implica que no haya luchas de resistencia y que no se desplace el límite histórico de los derechos, muchos de los de cuales entran en riesgo apenas el poder puede ponerlos en cuestión. Sin embargo, desde hace por lo menos cuatro o cinco décadas no se construyen nuevos modelos efectivos de profunda y equitativa transformación social.
Los pueblos han dado muy claras muestras de enorme valentía y arrojo para luchar por lo que no quieren, pero no se han propuesto mover mucho el entramado social por lo que quieren; menos aún si ese querer implica transformar absolutamente todo de raíz. Quizás no sepan qué quieren en medio del desierto de las ideas, o no quieran nada diferente a lo existente en la economía de mercado.
La izquierda, sus pensadores y la multiplicidad de partidos que la conforman tienen la responsabilidad de pensar estas cuestiones, elaborar teoría al respecto y encauzar políticas que posibiliten alguna opción de transformación social.
Contentarse con presentarse a elecciones -muchas veces de manera lavada y sin hacerse fuertes en las consignas radicalmente diferenciadoras- o estar apenas acompañando las luchas defensivas termina resultando insuficiente. Se hace imprescindible construir esos puentes transicionales que unan lo utópico con lo cotidiano para que de allí pueda surgir el recorrido de la alegre rebeldía y el imprescindible cambio revolucionario humanista.
El hámster en la ruedita del mal menor
El proceso no es solamente argentino o latinoamericano, sino mundial; pero permite entender por qué en este recorrido de los últimos años del país y especialmente con vistas a estas elecciones del 19 de noviembre -donde las opciones existentes no generan excesivo entusiasmo y mucho menos ilusiones de cambios profundos para el mejoramiento social-. En todo caso, terminará siendo la elección del mal menor o el rechazo a lo más temido que no se quiere aceptar.
Esta por demás claro que las candidaturas de Sergio Massa y Javier Milei no son lo mismo. El libertario es el caos disruptivo para la profundización de la servidumbre capitalista individual y colectiva que incluye la destrucción del Estado como ordenador social; disfrazado de libertad en su máxima expresión, pero que en su esencia se asemeja a cualquier autoritarismo totalitario.
El peronismo profesional de Massa se muestra como única opción posible en este balotaje, pero presenta claras aristas de continuismo y profundización de lo ya existente en base a los designios del FMI y las superpotencias mundiales. Ajuste, pérdida salarial, más explotación y profundización de la colonización capitalista son algunas de las principales características de sus perspectivas políticas.
Elegir entre uno y otro es una imposición del azar electoral, pero para nada es la opción de esperanza y transformación ante un desolador y apocalíptico panorama futuro.
Los argentinos han sido capaces de copar las calles para festejar la Copa del Mundo que ganó la selección nacional del fútbol, pero incapaces edificar los pilares que posibiliten transformar la sociedad sobre la base de la igualdad, la fraternidad y solidaridad. Si eso no es una derrota social e ideológica, habrá que sentarse a buscar qué otra cosa puede ser.
De no asumir un rol de transformación, seguirá la sociedad siendo un hámster -que en una pequeña jaula cada vez más acotada y formateada por la doble vía de la información impuesta por los medios de comunicación y las redes sociales- que gira la ruedita creyendo que el mundo se mueve a la velocidad de su impulso, cuando en realidad se ha estancado para siempre y retrocede a pesar que parece que progresa.
Bronca, resignación y deserción
Resignarse a votar alguna de las dos opciones del balotaje es lo que hará la mayoría, de uno y otro lado de la presunta “grieta”; pero seguramente habrá una tercera porción que no se resignará y desertará de la bipolaridad impuesta.
Ese aislamiento, más o menos consciente, puede ser el campo de cultivo de lo nuevo; donde se puede sembrar y buscar herramientas para las construcciones sociales ingeniosamente novedosas que aún ni siquiera asoman en el horizonte.
En esa sintonía es muy interesante el planteo efectuado por el filósofo italiano Franco “Bifo” Berardi, quien tras describir el pesimismo y la falta de construcciones transformadoras pone el acento en el aislamiento basado en la deserción de lo imperante.
Aunque su análisis tiene más de cinco meses de anticipación a lo que sucede actualmente en el país, bien puede encajar en esta realidad que se instaló y agobia a los argentinos con vistas al balotaje.
Masticando bronca, quizás la salida sea la que plantea el italiano con la deserción; o quizás sea el momento de resignación ante el mal menor. Está claro que la esperanza para la transformación es una ausencia inmensa que ha quedado encorsetada por la frustración de lo posible.
El porvenir no asoma con ilusiones; sino más bien con chance de mayores sufrimientos.
Fuente: El Extremo Sur