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Triunfo de la extrema derecha y fracaso de la escuela pública

El hecho de que muchísimos jóvenes de las escuelas públicas hayan votado -con gran entusiasmo- a un candidato que promete el fin del sistema estatal de enseñanza nos lleva a pensar acerca del rol de la educación en la conformación de eso que se llama ética ciudadana (o democrática).

A priori, se supone que la escuela enseña que la educación estatal, pública y gratuita es un maravilloso logro colectivo, que el modelo neoliberal tuvo consecuencias negativas en nuestra historia y que la defensa de la democracia implica el rechazo de todo discurso negacionista. Tal vez, sea así, pero, claramente, no fue suficiente para construir una actitud crítica en los alumnos.

La escuela pública, tras años de crisis, transmite, en el inocultable lenguaje de los hechos, el mensaje del fracaso y del abandono. No es la escuela que se desea ni la que se declara en los discursos que la defienden ante las amenazas privatizadoras de Milei. Es un deseo desteñido por políticas que no la toman como una verdadera prioridad.

En líneas generales, la enseñanza de la última dictadura cívico-militar y del valor de los derechos humanos puede haberse convertido en un contenido ritualizado, algo que se enseña casi por obligación, como tantos otros procesos históricos que terminan siendo solo letra de manual y de discursos repetidos en actos escolares. De otro modo, estos jóvenes en los últimos años del secundario habrían repudiado masivamente y en todo el país lo que representa una figura como Villarruel.

El abordaje de la historia reciente es una falencia en nuestra escuela. Salvo excepciones, no se estudian reflexivamente las continuidades y tensiones que articulan los procesos históricos de las últimas décadas del siglo veinte, en particular, el trayecto que va desde la dictadura hasta el fin del gobierno de De la Rúa. Entonces, para muchos jóvenes, la frase “Milei es Menem” no tiene mucho sentido, porque no saben qué ocurrió durante los ‘90 y, en todo caso, asumen que eso no puede ser peor que el presente. No basta con señalar la influencia de las redes sociales en la (des)información política: hay un vacío de conocimiento previo, fundamental para una sociedad despolitizada.

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Suponer que la escuela sea una especie de guardiana de la conciencia democrática no debería ser una pretensión exagerada, si se cree que su función es formar ciudadanos críticos y se repite que la educación impide que un pueblo sea engañado o repita errores. Evidentemente, ha fallado en eso.

La universidad pública, “centro de adoctrinamiento ideológico”

La universidad pública también es parte de ese fracaso. Más allá del posicionamiento del Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) y las declaraciones de gremios docentes y centros de estudiantes, gran parte de la docencia y del estudiantado votó a un candidato que propone el fin de la enseñanza universitaria estatal y gratuita por considerarla un modo pernicioso de adoctrinamiento ideológico.

Los esfuerzos hechos por muchos docentes para explicar a sus alumnos los aspectos negativos del modelo de educación privatizada fueron insuficientes. El clima extra áulico deslegitima cualquier discurso pedagógico.

En un contexto en el que se dice que la educación gratuita es un privilegio y se multiplican discursos que llaman “parásitos” a los estudiantes, docentes e investigadores de las universidades públicas, muchos de estos eligieron votar el cambio de sistema. Seguramente, hay varios motivos que confluyeron en la misma decisión. Habrá quienes piensen que la privatización de la educación es menos grave que la continuidad de un gobierno asociado a la corrupción, habrá quienes aspiren a ir a una universidad privada y consideren que la promesa del voucher lo haría posible, habrá también quienes hayan votado a Milei pensando que no va a poder hacer muchas de las cosas que prometió, entre ellas, la privatización de la universidad.

Como sea, hay una falta mayoritaria de compromiso con la universidad estatal, pública, gratuita y laica. Y esa falta de compromiso es la consecuencia de la falta de convicción. No se puede defender voluntariamente aquello en lo que no se cree.

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Y lo que se advierte en el interior se manifiesta también afuera: confluyen, por un lado, el resentimiento de quienes, sin haber podido estudiar en la universidad, la consideran un gasto innecesario y un privilegio y, por otro, el desprecio de los ricos, que consideran que la educación superior debe ser exclusiva de quienes puedan costearla. La universidad argentina, en vez de simbolizar un logro en la democratización de la educación, para muchos, simboliza una injusticia.

El fracaso dentro del fracaso

El fracaso del sistema educativo público es parte del fracaso de un modelo de Estado que, encarnado principalmente en el peronismo, prometió justicia e igualdad y no cumplió. La reiteración de promesas fallidas termina provocando bronca y hartazgo, ganas de que alguien castigue al mentiroso, al farsante que engaña desde hace tiempo. Y ese alguien vino, con una motosierra, un discurso anticasta y un ideario económicamente ultraliberal, culturalmente conservador y políticamente autoritario. Dice que las escuelas y universidades deben ser vistas como empresas, que tienen que competir entre sí y que, mientras mayor sea la cantidad de alumnos (clientes) que tengan, mayor será su éxito. Y, pese a que es un planteo que tergiversa la naturaleza misma de la educación, mucha gente optó por el silencio, tal vez concediendo el beneficio de la duda. Una derrota ideológica, en fin.

Habrá que ver ahora cuánto pueden avanzar Milei y compañía en su programa de destrucción del sistema educativo estatal. Lo primero será una campaña de desprestigio complementada con un progresivo desfinanciamiento y la criminalización de la protesta de los trabajadores. Será una época oscura.

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Mientras, como docentes, resistimos la embestida ultraliberal, tenemos que discutir un modelo de enseñanza que sea superior al actual. Es necesario construir una educación formal que tenga mayor relevancia social, es decir, que sea más importante para sus propios actores y para las comunidades a las que pertenecen. Entre otras, cosas hay que incentivar un pensamiento crítico que alimente la memoria histórica y sea efectivo en el reconocimiento del próximo monstruo que aparezca.

Este proceso constructivo podría comenzar con foros y redes organizados por colectivos que, necesariamente, actúen al margen de la esfera oficial. El futuro nos exige perseverancia y creatividad.

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