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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Algunas democracias mueren lentamente. Reseña de “Al filo de la democracia” (Netflix)

En un período en el cual el conocido distribuidor de contenidos nos ocupa -y preocupa- las noches con evil russians de todo tipo (Stranger Things,Trozky), tan malos de resultar francamente aburridos, el peor de los pecados, “Al filo de la democracia”, estrenado recientemente, nos recuerda que Netflix también es una plataforma capaz de producir operaciones valientes. Como En carne propia: una película sobre los últimos días dentro de un centro penitenciario italiano de Stefano Cucchi, asesinado a palizas, film que ninguna otra distribuidora de ese país quiso exhibir.

Breve resumen (2 horas) para quienes no hayan estado atentos a las recientes desgracias verdeamarelas –y también para quienes sí lo hayan estado, dada la cantidad de tramas y personajes digna de un culebrón, mejor, de una telenovela– la película de la joven Petra Costa debería ser vista como contrapunto ideal de la serie “O mecanismo” (también en Netflix), sobre unas heroicas “manos limpias” brasileñas que nunca existieron. Aquí, en cambio, se adopta el punto de vista de una militante de izquierda, hija de dos agitadores políticos que pasaron gran parte de la dictadura (1964-1984) en clandestinidad. Al organizar la estructura narrativa en torno a la metáfora de una joven democracia brasileña en equilibrio precario, joven como ella, que en 2002 pudo votar por primera vez y celebrar el inesperado éxito del ex líder sindical Lula da Silva, Costa logra hacer acomodar inmediatamente al espectador en el corazón fogón de lo que es, ante todo, un drama personal y familiar. Después de todo, Petra se llama así en honor a un compañero de militancia de los padres, asesinado por un comando durante la dictadura.

La calidad es excelente y el material que Costa tiene también, llegando a mostrar varias veces detrás de escena de los expresidentes Lula y Dilma (como cuando esta se reúne con la madre de la directora y conversan de los años que ambas pasaron entre la clandestinidad y la prisión) que no dejan dudas sobre cuál es el equipo para el que juega la película. Sin embargo, el valor agregado del film es, precisamente, el ojo crítico y desencantado, crudo, que Costa logra mantener, y nosotres con ella.

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Una serie de imágenes se presenta a nuestros ojos, diapositivas del lento descenso al infierno del país sudamericano, donde todo se parece a lo que es, surreal y violento, como una serie cualquiera de Netflix sobre América Latina, como un Narcos terriblemente ordinario.

La majestuosa esplanada de Brasilia, diseñada y construida para que los manifestantes nunca logren llenara, los edificios del poder (“la Cámara que mira hacia arriba, abierta a los deseos de la sociedad, el Senado, cerrado en sus pensamientos”), esos a los cuales la directora reconoce que el pueblo pudo acceder solo en 2013, cuando fueron ocupados simbólicamente al calor de las protestas.

El surgimiento de una nueva derecha, movilizada y movilizadora, que logra reemplazar los gritos de justicia social de las protestas de 2013-2014 con una cruzada contra la corrupción y por el golpe. Mientras que en la explanada de Brasilia las banderas brasileñas sustituyen, a la fuerza, las rojas, y las efigies de Moro y los rifles de cartón sofocan los reclamos de “¡democracia!”, nos damos cuenta con un escalofrioescalofrío mediante que los fascistas ya están entre nosotros.

El circo de un congreso de corruptos, y asesinos -como nos recuerda una periodista extranjera- que aprueba el impeachment contra Dilma Russeff, dedicando el voto a la propia madre, a la patria y, por qué no, al torturador de la presidenta cuando era prisionera del Estado. Meses después, un renovado sentido de responsabilidad convencerá a los congresistas a ahorrar el mismo tratamiento al nuevo presidente, Michel Temer, ya condenado entonces por corrupción y en prisión desde este año: “No se pueden cambiar presidentes como si fueran calcetines”, justifica su voto un senador.

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Y finalmente la escena más trágica y triste de todas: la rendición voluntaria de Lula a la orden de arresto del juez Sergio Moro, abriéndose paso a través de una marea humana que quiere impedirlo a toda costa (“¡Rodéarlo, rodéarlo y no dejarlo agarrar!”), ahí donde todo comenzó, en el sindicato metalúrgico del ABC paulista. Pero el líder popular rompe todas las esperanzas de un despertar repentino, de una resistencia a ultranza que, tal vez, podría haber cambiado el curso de esta historia. Se defiende frente a los suyos: “Creo en la justicia. En una justicia justa. Si no creyera en la justicia, no habría fundado un partido, habría propuesto una revolución”. Las siguientes imágenes muestran el helicóptero que lo transporta a Curitiba de noche, y la sensación es que todo ya está perdido. Lula se entrega a un sistema judicial colonial, como nos recuerda su abogado inglés en la ONU, no sin un toque de irritante eurocentrismo.

El jaque mate al rey de las encuestas –un rey que no logra que su pueblo paralice el país en su defensa, hay que decirlo– abre bien abierta la disputa por la presidencia, y de ahí a seis meses el fascista Bolsonaro será inesperado y terrible ganador. La película termina con los fuegos artificiales que festejan en todo el pais su victoria electoral en todo el país, mientras que una placa nos informa de la elección del juez Moro como Ministro de Justicia, casi queriendo cerrar el círculo.

No hay un final feliz, y la angustia de Petra ahora es nuestra. Más que con vértigo, la frágil, joven y siempre inadecuada democracia brasileña parece haberse ya caído. El asombro aumenta, porque la película deja que algunas verdades dramáticas, en segundo plano en el recuento acalorado de los acontecimientos, se abran paso en la cabeza del espectador y lleguen inexorablemente a flote.

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Petra nos deja frente a todas las contradicciones del Partido de los Trabajadores, verdugo de sí mismo. Desde la aprobación por parte del gobierno de Dilma de ese mismo dispositivo de “delación premiada” sobre el cual se montará la estructura de la investigación “Lava Jato”, al establecimiento de la prisión después del segundo grado de juicio, una norma que excluye a Lula de los juegos a pesar de que no haya sentencia firme. Y luego, una pregunta que retumba silenciosamente desde la escena en la que, interrogado, Lula declara al juez Moro que no sabe nada sobre el esquema de corrupción que ha involucrado a todas las empresas públicas y a docenas de miembros de su partido, durante años: ¿posible?

Irónicamente, la película se estrena en los días en que una investigación periodística podría hacer tambalear la condena de Lula, gracias a la publicación de algunas intercepciones que revelan el nivel de coordinación que existía entre Moro y los fiscales de la “Lava Jato”, determinados en dejar al ex presidente fuera de juego. Si bien la derecha tradicional parece estar lista para soltarle la mano al “Mito” nacional (ver Veja y Globo), la base del gobierno llena las plazas en su defensa, reiterando que Moro y Bolsonaro son uno e incitando siniestramente el presidente a deshacerse del lastre del parlamento para realizar plenamente su programa autoritario. En suma, hay un gran caos bajo el cielo, pero la situación parece lejos de ser excelente. La única certeza, como siempre, es que la palabra “fin”, en lugar de anunciar los créditos finales, es siempre y solo una marca en una página cualquiera del libro de la historia. La esperanza, de toda forma, es que el momento de darle vuelta a esta llegue pronto.

*Politólogo, investigador en formación FSOC-UBA

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