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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

“El feminismo siempre ha sido una herramienta para examinar el poder”

La poeta lesbiana y activista dialogó con la escritora Mabel Bellucci, skype mediante. Revisitó sus años sincopados por las tertulias de poetas en México y las vidas arrasadas de Tlatelolco, la Cuba revolucionaria y la cosecha de papas, la Nicaragua sandinista y los Estados Unidos, cuándo no, en una escena de persecución política. Revueltas, gestas políticas y literatura. Dentro de poco vamos a poder leer en la Argentina la edición bilingüe del libro de poemas Contra la atrocidad/Against Atrocity (Editorial Aguacero).

 

Margaret Randall (1936) hizo de su vida una apuesta contracultural: vivió entre los artistas abstractos de New York y los poetas beat. Esta activista feminista anticapitalista es una autora admirablemente prolífica: poeta, ensayista, fotógrafa, periodista, traductora, académica, compiladora y analista, y su obra suma más de un centenar de volúmenes. La historia de las luchas sociales, políticas y culturales de Estados Unidos, México, Cuba, Nicaragua, Vietnam, Perú, Chile, Venezuela y Canadá, la tiene en reuniones, asambleas y marchas. Hay tantas Margaret dentro de Margaret como se tenga ganas de encontrar. Este año obtuvo en Ecuador el premio “Poeta de Dos Hemisferios” por su influencia literaria en América Latina y el Caribe. La distinguieron con la Medalla Haydée Santamaría que otorga Casa de las Américas y el Consejo de Estado de Cuba a intelectuales nacionales y extranjeros. Y recibió el título de doctora honoris causa en Letras otorgado por la Universidad de Nuevo México. Entonces, las presentaciones de rigor: pibas feministas argentinas, esta es Margaret Randall.

 

MB –Margaret, ¿cómo fue tu vida en New York en los años ’50 hasta que te marchaste?

MR –Yo nací en esa ciudad, pero mi familia se trasladó a New México, en la ciudad de Albuquerque, cuando tenía 10 años. Por lo tanto, crecí en una atmósfera provinciana. Estando allí, la pintora Elaine de Kooning fue invitada como profesora a la Universidad de New México. Nos hicimos amigas, y llegó a ser mi primera mentora importante. Cuando ella regresó a New York, yo la seguí. En ese entonces, el mundo de los abstractos impresionistas en la década de los ‘50 y principios de los ‘60 era una vorágine de ideas, creatividad, pasiones. Allí conocí artistas que me iban a marcar la vida. Al mismo tiempo conecté con escritores y poetas que me inspiraron: Allen Ginsberg, William Carlos Williams, Jerome Rothenberg, William Burroughs, Gregory Corso, Jack Kerouac, Marge Piercy, y un largo etcétera. Fue en ese momento cuando empecé a escribir y adquirí una disciplina de trabajo, cosa muy importante para cualquier artista. Cuando llegué a New York, el centro del mundo artístico occidental había dejado de ser París, y allí se había situado el corazón del mundo creativo.

–Hacia los ‘60 te instalás en México y fundás la revista literaria bilingüe El Corno Emplumado (The Plumed Horn) e intervenís en la insurrección estudiantil ¿Cómo recuerdas tu participación de las tertulias y actividades literarias?

–Me fui a México más que nada porque era madre soltera y creí que iba a poder pasar más tiempo con mi hijo. Estando en New York, quería tener un hijo, y escogí como padre el poeta estadounidense Joel Oppenheimer, pero no teníamos una relación estable ni nada por el estilo. En los años ‘60 había muy pocos servicios para madres solteras. Así es que en el verano de 1961 cuando Gregory tenía 10 meses subimos a un bus en Greyhound y nos embarcamos para Ciudad de México.

Entre las personas que podía llamar estaban Philip Lamantia, un poeta Beat que vivía allí entonces. Philip y su mujer, Lucille, hacían una especie de “salón”. Casi todas las noches llegaban a su apartamento poetas mexicanxs, estadounidenses, nicaragüenses, chilenxs, peruanxs… leíamos lxs unxs a lxs otrxs, y rápidamente nos dimos cuenta de que lxs norteamericanxs no sabíamos suficiente español como para entender a lxs poetas del Sur y lxs del Sur no sabían suficiente inglés para entender a lxs del Norte. Necesitábamos un foro —una revista, algo— donde pudiésemos publicar buenas traducciones, construir un puente entre los dos hemisferios. El poeta mexicano Sergio Mondragón –mi pareja en ese momento– y yo nos lanzamos a crearlo. Así nació El Corno Emplumado.

El momento fue propicio. El primer número de la revista nació el 1 de enero de 1962 con cien páginas. A partir de entonces, salió un número cada tres meses por casi ocho años. Publicamos a Allen Ginsberg por primera vez en español, a Ernesto Cardenal por primera vez en inglés. En los 31 números de El Corno editamos más de setecientos escritorxs y artistas de 37 países. Entre lxs poetas puedo mencionar a William Carlos Williams, Ezra Pound, Violeta Parra, Octavio Paz, Juan Bañuelos, Herman Hesse, Diane di Prima, Denise Levertov, Jaime Labastida. La revista llenó una necesidad en las Américas, también en Europa, la India, Australia… Conseguir dinero siempre fue una lucha, pero recibíamos ayuda de poetas y artistas, y dependencias del gobierno mexicano.

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Después vino el movimiento estudiantil de 1968. En muchas partes del mundo —Estados Unidos, París, Sudáfrica— lxs jóvenes se rebelaron. Pero México se estaba preparando para ser sede de las Olimpíadas. Una incrementada lucha amenazó con afectar el gran evento. El 12 de octubre iba a iniciarse y 10 días antes —el 2 de octubre de 1968— el gobierno se lanzó contra una manifestación pacífica de estudiantes. El número oficial de muertos promedió los 26. Pero se cree que mil personas murieron esa tarde.

Nuestra revista se había declarado a favor de lxs estudiantes y yo también participaba en la lucha. Naturalmente los subsidios gubernamentales cesaron. Poco después, sufrí la represión cuando dos paramilitares llegaron a mi casa y me quitaron el pasaporte a punta de pistola. Sergio y yo estábamos divorciados ya. Yo vivía con el poeta norteamericano Robert Cohen. Tenía cuatro hijos: Gregory, Sarah y Ximena que son hijas de Sergio, y Ana que es hija de Robert. Sin papeles, tuve que ver cómo salía del país. Mientras tanto, entré en la clandestinidad y mandamos a lxs niñxs a Cuba. Tan pronto yo pude lograr salir de México nos reunimos con ellos en La Habana.

Pese a ello, quisiera destacar que los ocho años que viví en México me dieron mucho y de todo. Pude constatar en mi propia vida la relación entre Estados Unidos y los países bajo su influencia, y no solo económicamente sino en otras esferas: psicológica, emocional, etc. Cuando un país fuerte controla a otro tiene implicaciones para la vida de cada quién, implicaciones que solo se empiezan a entender viviéndolas. Al mismo tiempo, pude aprender mucho de la historia antigua de la región: de las culturas maya, nahuatl, y otras.

–Entonces tu oposición a la matanza de Tlatelolco te lleva a Cuba. Pasaste de una sociedad capitalista a una revolucionaria. ¿Con qué te encontraste?

–Yo había visitado Cuba dos veces antes de mudarnos allí a mediados de 1969. Así es que conocía algo de la revolución. Me interesó vivir en una sociedad socialista, aunque en realidad no sabía cómo iba a ser. Lo primero que me di cuenta es que una extranjera podía vivir con ciertos lujos. Por ejemplo, teníamos libretas de abastecimiento especiales y podíamos comprar en tiendas bastante más cosas. Yo rechacé la libreta para extranjeros y exigí la de lxs cubanxs. Nos ubicaron en un apartamento bastante grande y tuvimos varios lujos que no tenían nuestros vecinos. Pero dentro de lo posible, en los años en que habitamos en la isla siempre traté de compartir lo más que pude la vida cubana. Trabajé, mis hijos estudiaban en escuelas cubanas, gozamos de los mismos servicios de salud. Esos años nos dieron mucho, en todos los sentidos. Mis dos hijos mayores se graduaron en la Universidad de Cuba. Mi hijo se casó allá. Mi hija mayor se quedó en el país por veinte años. Nuestra deuda con Cuba es inmensa. En resumen, nunca sentí que los obstáculos de vivir en una sociedad socialista fueran un impedimento en la vida diaria. Al contrario, siempre me pareció un gran privilegio residir en una sociedad en que las necesidades básicas de la población eran importantes: la salud, la educación, la cultura. La década del ‘70 es lo que yo llamo los años de gloria de la revolución. Todo parecía sencillo. A veces íbamos los viernes después del trabajo a cosechar papa en los alrededores de La Habana. El lunes siguiente había papa en la bodega. Esa relación tan directa entre necesidad y remedio era clara, y nos hizo sentir que al gobierno realmente le importaba el bienestar del pueblo.

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–En tu libro Cambiar el mundo. Mis años en Cuba decís una frase hermosa “los intelectuales cubanos preguntaron que podían hacer por la revolución y la revolución le hizo la misma pregunta”.

–La relación entre la Revolución y lxs intelectuales y artistas ha variado a través de los años. Es conocido que ha habido períodos de censura, de represión, de falta de comprensión. Pero en el fondo la revolución ha respetado a sus intelectuales y artistas. Creo que uno de sus grandes éxitos es que, a pesar de los momentos desgraciados, ha sabido apreciar a sus mentes más creativas. Y en cambio los mejores artistas e intelectuales han sabido entregar su obra más grande a la revolución.

–Conociste a muchos intelectuales latinoamericanos y, en especial, argentinos: Paco Urondo, Rodolfo Walsh, Celia Guevara, Isabel Larguía. ¿Cómo fueron esos encuentros?, ¿cómo era ser extranjera, feminista y escritora en la isla?

–Los argentinos que mencionas han sido importantes en mi vida. Añadiría a Juan Gelman que, en mi opinión fue el mejor poeta de nuestra generación. A Rodolfo Walsh y Paco Urondo los frecuenté a principio de los años 70. Pronto ambos morirían por la liberación de su país. A Celia Guevara la conocí pocos meses después de la muerte de su hermano; compartimos la enorme tristeza de esa inmensa pérdida. Pero Isabel Larguía vivía en Cuba, igual que yo, así es que teníamos la oportunidad de vernos más. Fue una de las primeras feministas que frecuenté. Yo misma había encontrado al feminismo en mi último año en México. Pero Isabel era una gran teórica, mucho más adelantada en su pensamiento que yo. Sé que fue difícil para ella la Cuba de esos años. El feminismo no era bien visto y sufrió cierta marginación. Recién años después de que yo me fuera de Cuba, en la isla reconocieron a Isabel por lo que era: una mente privilegiada y apasionada.

–Hacia 1984 tuviste que luchar para recuperar la ciudadanía estadounidense, por una clara persecución política: ¿qué hiciste vos y qué hicieron por vos?

–Es cierto. Yo me fui de Cuba a fines de 1980 a Nicaragua, donde los sandinistas —los verdaderos Sandinistas, no los impostores de ahora— acababan de ganar la guerra. Allí viví hasta principios de 1984, cuando sentí la necesidad de volver a mi país de origen, a mi cultura, mi lengua, donde mis padres ya estaban envejeciendo. Había obtenido la ciudadanía mexicana en 1967 y en ese proceso había perdido la mía norteamericana, aunque esa no había sido mi intención. Así es que cuando regresé a Estados Unidos tuve que hacerlo con una visa, como cualquier extranjera. Yo quería reclamar mi ciudadanía estadounidense e hice todos los trámites. Después de un año más o menos, ordenaron deportarme por el contenido de varios de mis libros. Allí es donde decidí quedarme y luchar. Eso es lo que hice yo. Y lo que hicieron por mí fue inmenso de parte de muchísima gente. Tuve el apoyo del Center for Constitutional Rights, se establecieron más de veinte comités en todo el país, se educó a la gente acerca de las leyes de inmigración, recaudaron fondos y fuimos de una instancia judicial a otra: siempre perdiendo, hasta que a fines de 1989 finalmente ganamos: recuperé mi ciudadanía estadounidense.

–Tu obra ronda los 150 libros diversos. En 1970 salió Las Mujeres (Siglo XXI) y tuvo una importante circulación en Buenos Aires. ¿Qué significa esa multiproducción?

–Significa, tal vez, que tengo muchos sobreros (como decimos acá). Yo pienso en mí misma sobre todo como poeta y activista social. Raras veces me llamo académica, pues nunca me gradué en una universidad. Fui profesora universitaria por una década cuando regresé a Estados Unidos, pero era una manera de compartir mis experiencias de vida… así como de ganarme la vida. El doctorado honoris causa que acabo de recibir de la Universidad de New México fue por mis libros, por mi contribución a la comunidad, más que por la actividad propiamente académica. Yo siempre he hecho lo que sentí que el lugar y el tiempo exigían de mí, según lo que tenía para ofrecer. Mencionas Las mujeres. Hice ese libro porque sentí en ese momento la importancia de hacer conocer los nuevos textos feministas estadounidenses en América Latina y el Caribe. Una compilación de escritoras traducidos al español y que se ha reeditado más de diez veces. Cuando escribí sobre historia oral con mujeres fue porque consideré la necesidad de hacer conocer sus voces en un mundo que las ignoraba. Lo mismo con todas mis otras producciones. Y siempre, siempre, está la poesía: mi voz principal.

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–Hace 30 años que vivís en Albuquerque. Estás casada con la pintora Barbara Byers. Tu hijo mayor Gregory está en Montevideo, dos de tus hijas en México y una en New York ¿cómo es tener una familia transnacional?

–Llegué a New México nuevamente en 1984, o sea, hace 36 años. Poco después me di cuenta de mi lesbianismo. Al tiempo tuve la enorme suerte de encontrar a Barbara, mi compañera de 33 años. En 2013, cuando el matrimonio igualitario se hizo ley en Estados Unidos, nos casamos. Es el amor de mi vida. Me he preguntado a veces por qué no me di cuenta antes de que soy lesbiana. Recién lo hice a los 50 años. Mucho tuvo que ver con la vida que llevaba. Cuando una está metida de lleno en la lucha social, no suele pasar el tiempo pensando en una misma, en los rasgos íntimos de la vida. Por fin, lo hice. Por otro lado, lo lindo es que se mantiene el contacto con las varias culturas que nos han nutrido a través de todo este tiempo. Estos son tiempos terribles, de un creciente neofascismo en el mundo. Creo que es importante mantener el contacto con lo que realmente vale: las culturas, la creatividad, y la esperanza de los pueblos.

–Por último, ¿podrías marcar diferencias entre el feminismo de tu generación y el de este presente, teniendo en cuenta las distancias y disparidades entre el Norte y el Sur?

–Yo crecí, me hice mujer, en los años 50 del siglo pasado, una era particularmente terrible para nosotras; sofocante, realmente. Y vivencié la degradación en todas las fibras de mi ser: como artista, como luchadora, como mujer. La sentí en mi hogar original, aun cuando mi padre era un hombre bastante liberal. La sentí con mis varios matrimonios. El feminismo de mi generación iba desde luchar por los derechos reproductivos y la educación y los salarios iguales hasta el derecho de librarnos de los hombres poderosos que creen tener el derecho de abusarnos de varias maneras. Las feministas de ahora tienen sus propias batallas, no menos importantes que las nuestras. Deben conocer nuestras luchas, a la vez que abren nuevos frentes que nosotras no podríamos haber imaginado. Por ejemplo, un debate importante actual es el derecho de librarnos de las categorías binarias. Al volver a mi país reconocí mi condición lésbica. Mis revueltas comenzaron a incluir no solamente la igualdad de género, sino además la de las personas trans e intersexuales. Siempre hay una categoría de individuos que recibe el cúmulo del desprecio societal. Siempre hay una categoría nueva que necesita de nuestro apoyo. Para mí el feminismo siempre ha sido una herramienta para examinar el poder: quién lo tiene, cómo se ejerce y en favor de quién.

  Entrevista realizada por Mabel Bellucci Fuente: latfem.org

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