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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Freire en el Conurbano, nuestra Sierra Maestra

Lecturas como Pedagogía del oprimido vuelven a resituar el plano estratégico de cualquier discusión sobre el mundo en el que vivimos y el que pretendemos construir.

Hace mucho no leo a Paulo Freire. Me pregunto si las actuales militancias lo leerán, porque hace mucho no escucho entre ellas su nombre. Me doy cuenta de que no tengo Pedagogía del oprimido en mi biblioteca, y me preguntó por qué, siendo que ese texto –entre otros– fue tan fundamental en los primeros tramos de mi formación teórico-política.

Recuerdo que lo leímos colectivamente en los albores de 2001. En mi caso, lo tenía fotocopiado, con las hojas pegadas con plasticola en un cuaderno Gloria. Entonces reviso el estantes de libretas y cuadernos y encuentro algunos de aquellos momentos, e incluso otros anteriores, pero ese no. Decido familiarizarme con los modos actuales de leer y busco el PDF en internet. No hay caso, no me resulta igual, pero de todos modos emprendo la tarea de relectura, ya no desde el sur del Conurbano sino desde la provincia de Córdoba, donde vivo hace algunos años, y en donde realizo con frecuencia talleres de formación política para las militancias de determinadas organizaciones populares de base.

No releo a Freire hace años, pero estoy seguro que textos como Pedagogía del oprimido forman ya parte de mi ADN militante.

Y el conurbano, de todos modos, es como el Sur epistemológico: siempre hay un conurbano a donde quiera que vayamos. Porque el Conurbano, el Sur, expresan las periferias de cada lugar. Es decir, los márgenes, nuestra Sierra Maestra, el lugar desde donde elegimos escribir y pensar, que no es más que otra forma de intervenir sobre mundo para que nada –como escribía Raúl González Tuñón– siga como está.

Tesis XI

Pedagogía del oprimido –como muchos otros textos de la época– está atravesado por una cantidad de debates en torno a las lecturas y relecturas que entonces se hicieron de Karl Marx, el componente popular de las revoluciones Latinoamericanas (y no específicamente “obrerista”), el papel de la violencia y los vínculos entre teoría revolucionaria y prácticas transformadoras.

En Freire aparece con claridad este planteo en torno al carácter histórico-concreto de la deshumanización que opera el capital a escala planetaria. Es decir, que puede leerse en este texto una perspectiva en la que emancipación es sinónimo de vocación “humanista”, no tanto en términos de cómo se planteó la discusión en Europa respecto del cruce de existencialismo y marxismo en Jean Paul Sartre, por ejemplo, o más tarde en el ataque althusseriano a las relecturas del joven Marx o el anuncio de la muerte del hombre por parte de un Michel Foucault que relee a Nietzsche, sino más bien un “humanismo” en clave Latinoamericana, en donde los postulados de construir el Hombre Nuevo propugnado por Guevara se enlaza con los esfuerzos por crear una vertiente de interpretación propia del marxismo (nuestraamericana) y las tareas revolucionarias que se imponen en el horizonte del Tercer Mundo.

 

Así, el hacer (o que-hacer), en Freire, es acción y reflexión, es decir, praxis. Como en el Marx de la “Tesis sobre Feuerbach”, para transformar el mundo hace falta tener una inserción crítica en él, y eso sólo puede realizarse desde una mirada que problematice el mundo. Pero se sabe: no alcanza con la mera interpretación crítica, aunque sea el supuesto de una acción transformadora. Recordemos: para Marx, es en la práctica en donde se tiene que demostrar la terrenalidad de un pensamiento, su verdad, así como criticar teóricamente se enlaza con revolucionar prácticamente. Es decir, que modificar las circunstancias implica también entender dicha actividad racionalmente como práctica revolucionaria. Esto, en el Freire de la Pedagogía del oprimido, está más que claro, está supuesto. En tanto que ser dual, nos recuerda Freire, el oprimido tiene una adherencia al opresor, porque ha introyectado la dominación, lleva al opresor dentro de sí.

Muy en sintonía con los planteos de León Rozitchner en esos años (intervención en el debate de la revista La rosa blindada, en 1965; participación en el Congreso Cultural de La Habana, en 1968; prólogo a su libro Freud y los límites del individualismo burgués, en 1972), aparece en este libro la necesidad de asumir la liberación en todas sus dimensiones, y con todas sus consecuencias (la emancipación es un parto doloroso). Es decir, entender que esa liberación se juega también en cada uno de nosotros (nosotres, diríamos hoy).

Recordemos que para el Franz Fanon de Los condenados de la tierra, la descolonización es siempre un fenómeno violento en el que simples espectadores del drama se transforman en actores de esa gran tragedia a partir de la cual se deja de ser cosa para devenir sujeto (“Fanon es el primero después de Engels que ha vuelto a sacar a la superficie a la partera de la historia”, escribe Sartre en el prólogo que acompaña los planteos del psiquiatra argelino en 1961). Y si esto es así es porque en el capitalismo, el oprimido ve reducida su existencia a un modo fetichizado. Es decir, el ser se reduce al tener y el otro deviene en una simple cosa (el dinero pasa a ser la medida de todo y el lucro es el objetivo principal de la existencia).

Evidentemente, para romper ese círculo vicioso, no puede partirse de una concepción “bancaria” de la educación. Hay que romper con los criterios convencionales del saber. No alcanza con reconocerse en el antagonismo con el poder. “Además de comprenderlo hay que vivirlo”, nos diría Gilles Deleuze. En palabras de Freire, se trata de partir de un tipo de acción política que no sustituya a los oprimidos, que no los tome por objetos, sino que junto con ellos luche por conquistar una existencia auténtica (sin dirigismos y sin manipulación). Ni más ni menos que asumir a los otros como sujetos (la lucha por la liberación no es una “donación”, es un “trabajo” que nos involucra de cuerpo entero). Por eso es importante romper con la mirada asistencialista que domestica el potencial rebelde y transformador que pueda anidar en el sujeto popular (es decir, que desde esta concepción, no se visualiza en las masas populares mera ideología –“falsa conciencia”— sino también “núcleos de “buen sentido”, en términos de Antonio Gramsci).

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Así, la educación propugnada por Freire es considerada “problematizadora”. Comprendida en una perspectiva de largo plazo, que incluye “trabajos educativos” en el proceso previo a la toma del poder político por parte de los trabajadores y una “educación sistemática” luego (enfocada en gran medida contra los riesgos de burocratización que todo proceso de cambio lleva en sí), este tipo de tarea sólo es posible de ser emprendida si quienes la impulsan están “guiados por grandes sentimientos de amor”, como sugería el Che. Amor por el mundo, pero también, por los demás. Si bien Freire habla de fe, podríamos entender esa fe en términos de “confianza”: confianza en las propias fuerzas; en las personas con quienes se emprende el proceso que –de nuevo—se entiende con otros, que son sujetos y no objetos. Es en ese sentido que se entiende este tipo de educación como “dialógica”. Es decir, que para problematizar el mundo que se habita hay que poder interrogarlo y entrar en un diálogo con quienes son protagonistas del proceso de formación, de estudio y reflexión, que no es más que un momento del proceso general de liberación.

Así, la pedagogía del oprimido, construye una metodología de trabajo en la que las y los educadores dinamizan una conversación, en la que se ponen en juego saberes, certezas y dudas, de todas las personas que participan del proceso (el educador debe ser superado por el educando, para volver a las “Tesis sobre Feuerbach”). No se trata de imponer un conocimiento determinado de unos a otros, ni de meros actos de propaganda, sino de realizar un proceso colectivo en donde se puedan conectar los efectos con las causas, los problemas locales y puntuales con los estructurales y más generales, y en donde la razón, la acción y los afectos sean parte de un mismo y único movimiento.

Al final y al cabo, la pedagogía del oprimido no se sitúa por fuera de una perspectiva marxista en donde el propio conocimiento es un proceso social de producción (y por lo tanto, nunca individual sino colectivo).

Un replanteo de la relación vanguardia/masas

Feire, en la Pedagogía del oprimido, cita a Lenin. Recuerda que para el líder bolchevique no hay movimiento revolucionario sin teoría revolucionaria. Esto, insiste Freire, “significa precisamente que no hay revolución con verbalismo ni tampoco con activismo sino con praxis. Por lo tanto ésta solo es posible a través de la reflexión y la acción que inciden sobre las estructuras que deben transformarse”.

La cita de Lenin, por parte de Freire, y nuestra cita de cita en este texto, no es un mero juego de palabras, sino un intento por volver a recuperar la dimensión estratégica del proceso de cambio social.

Las ideas de Freire, el desarrollo de experiencias como las del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (el MST de Brasil), así como cierta sensibilidad que atravesó a las organizaciones populares del continente en las últimas décadas, replantearon fuertemente la relación “vanguardia-masas”, incluso en el lenguaje (el vínculos entre bases sociales y militancias, pongamos).

Fue interesante, porque a la luz de la pedagogía del oprimido, se asumió desde ciertas izquierdas, este postulado de que las masas no son ejecutoras de determinaciones que piensan otros. “La verdadera revolución no puede temer a las masas, a su expresividad, a su participación efectiva en el poder”, escribe un Freire en el cual todavía hay margen de proyectar un proceso que construya poder popular a la vez que se proponga tomar el poder del Estado burgués para derrocarlo. Así y todo, post caída del Muro de Berlín y surgimiento de las nuevas resistencias a la globalización neoliberal del capital, la idea de que no hay praxis revolucionaria sin hay un verdadero diálogo entre la vanguardia y las masas, se tornó fundamental. El liderazgo que no sostiene ese diálogo permanece con la “sombra” del dominador dentro de sí, insiste Freire, y nos recuerda que la batalla es también contra uno mismo. Freire también recuerda en su libro que “si el liderazgo revolucionario les niega a las masas el pensamiento crítico, se restringe a sí mismo en su pensamiento…”.

 

Con el paso del tiempo y el desarrollo de experiencias de resistencia a escala local; con la ofensiva generalizada del capital a nivel mundial, el exceso de pragmatismo y la reducción de la teoría revolucionaria a la mera reflexión sobre la propia práctica, han llevado a los sectores que bregaban en muchas de las ideas de Freire en Argentina a navegar en un barco sin timón.

De algún modo, se gestó una especie de ilusión de que era posible avanzar en un proceso profundo de cuestionamiento al orden vigente y ensayo de nuevas experiencias de contrapoder (o de un poder popular de masas) sin teoría.

La educación popular devino en muchos casos mera metodología, fetichismo de las formas y autoindulgencia con el déficit de estudio en materia de economía, historia, política e incluso filosofía, y las militancias se mimetizaron con lo peor del sujeto popular. En un gesto anti-intelectualista de los y las intelectuales del movimiento popular (pose que se reforzó con una merma en el sistema formal de educación que en un país como Argentina era motivo de orgullo popular y la hiper-academización de las y los profesionales egresados de las universidades nacionales), la pedagogía del oprimido (y la oprimida) quedó reducida muchas veces a una cáscara vacía: una ronda de gente que juega a tirarse un ovillo de lana para tomar la palabra para… contarse su experiencia y transmitir que sienten ellos y ellas como individuos.

Evidentemente, lejos ya de la tradición marxista y la perspectiva revolucionaria Latinoamericana (que puso en diálogo al comunistas y cristianos que pregonaban la común/unión de quienes luchaban en este mundo por transformarlo), estas perspectivas abonaron y abonan poco a revitalizar una nueva teoría revolucionaria para el siglo XXI.

La formación como dimensión fundamental de la batalla cultural

“No hay un antes y un después absoluto”, escribe Freire, adelantando de algún modo la idea de que el poder se construye, más allá de que pueda haber (debe haber, se necesita que haya) un momento determinado en el que se produce un quiebre y las instituciones dominantes son asaltadas por las fuerzas revolucionarias. En ese proceso, la revolución cultural se torna fundamental para intentar evitar que el proceso se estratifique y devenga burocratico. Como decía la principio, recuperar hoy a Freire y su pedagogía del oprimido pueden ayudarnos a recuperar una dimensión más estratégica de la construcción popular.

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En su momento, de la mano de experiencias surgidas de las Comunidades Eclesiales de Base de la Iglesia Católica; de docentes sensibilizados con las lecturas de Freire; de grupos específicos en el área de la educación y el trabajo de base en el movimiento popular, surgieron iniciativas que lograron cruzar un determinado saber (más “libresco” si se quiere) adquirido del estudio con otros más ligados a las experiencias de organziación y lucha popular.

En todo el período previo e inmediatamente posterior a 2001, experiencias de Educación Popular como el Grupo Sur convergieron con organizaciones de base como los emergentes Movimientos de Trabajadores Desocupados. La zona sur del Conurbano fue un sitio privilegiado donde a las ollas populares, cortes de rutas y asambleas barriales le siguieron talleres de formación, lectura de “cartillas”, proyección de películas, rondas de debate y reflexión.

Hoy, retomando la “tríada guevarista” del estudio, el trabajo y la lucha (la acción directa), se torna fundamental asumir fervientemente que una de las dimensiones centrales de las batallas contrahegemónicas contemporáneas es la cultural, entendiendo que las disputas contra lo dado que se libran en el terreno tanto político como económico-social, no pueden estar exentas tampoco del plano simbólico. De allí que no se conciba el desafío de ir gestando un pensamiento crítico como una tarea de especialistas, aunque no se niegue el aporte específico de la lucha teórica y el rol que los intelectuales con vocación revolucionaria deben jugar en ese sentido.

La aspiración a que una praxis transformadora tenga como protagonistas a sujetos críticos, no escindidos entre unos que hacen y otros que piensan, sigue siendo hoy un eje principal en la construcción de una nueva desobediencia que pueda poner en jaque a este sistema. Para eso, para que ese desafío sea de verdad una praxis crítica-revolucionaria, los movimientos populares, entendemos, deben afrontar la ardua tarea de asumir la formación política como un proceso integral y permanente, tan importante como la acción directa, la auto-gestión del trabajo, la disputa sindical y el trabajo territorial en los distintos ámbitos en los que se desarrolle la organización desde abajo.

Entender la formación (permanente e integral) como una prioridad en la práctica por parte de las organizaciones y movimientos populares es hoy un gran desafío. Por supuesto, la formación no se produce sólo si se asiste a un curso, un taller, un encuentro de debate y reflexión, porque los sujetos críticos se forman en la lucha, en el trabajo, en la participación. Pero como tan bien enseñó Freire, también las instancias de estudio, de formación, los ámbitos de reflexión y análisis, se tornan centrales a la hora de pensar y comprender la realidad que se pretende cambiar.

En un mundo edificado sobre la división entre el trabajo manual y el trabajo intelectual, las dinámicas de formación no surgen espontáneamente. Hay que crear espacios donde poder reflexionar, estudiar, analizar la situación (local, regional, nacional, continental, mundial), pensar las reivindicaciones y las luchas, proyectar los sueños.

Lejos del vanguardismo ilustrado, pero también del anti-intelectualismo ramplón, en esta reivindicación de Freire se entiende que hay que trabajar en una línea de fortalecimiento de las organizaciones populares desde la concepción y la práctica de la Educación Popular (E.P), entendida ésta como proceso de formación, permanente e integral, de quienes participan de los procesos de lucha por cambiar este mundo tan injusto que habitamos.

Freire en el Conurbano

Del cruce entre experiencias como las del Grupo Sur y prácticas de base del cristianismo ligado a las comunidades, como el MTD de San Francisco Solano en la Parroquia Las Lágrimas, surgieron en su momento una serie de reflexiones en torno a cómo entender la Educación Popular que aún considero válidas.

En primero lugar, pensar que la reivindicación de la E.P tiene que ver con la posibilidad de construir relaciones de antagonismo con los enemigos del pueblo, pero de confianza y diálogo (que no niega la discusión y la polémica, más bien todo lo contrario), al interior de las organizaciones populares. Por otra parte, implica una búsqueda por fortalecer el trazado de un legado Latinoamericano, que reivindique a la E.P como una invención propia de la izquierda del continente durante las décadas del 60 y del 70. Una izquierda nutrida de la teología de la liberación, del proceso de la Revolución Cubana y más tarde, de la Sandinista; una izquierda no “soviética” ni encuadrada en los “ismos” internacionales (estalinismo, maoísmo, trotskismo…).

La E.P se ubica así entre una concepción basista y el clásico vanguardismo, en la búsqueda por profundizar los procesos de participación popular, sin desconocer por ello que siempre hay núcleos militantes que dinamizan la participación. De allí que la E.P consista en desarrollar acciones de formación articuladas, en las cuales los saberes y deseos, los pensamientos y las prácticas de los participantes se pongan en juego, se compartan, para fortalecer la capacidad de intervención política, singular y colectiva.

La E.P parte de una concepción antiburocrática que pone énfasis en la participación, y que cuestiona la lógica de la representación y critica la idea del militante-especialista. Una concepción así hace de la participación masiva la condición para profundizar la creatividad, desarrollar la democracia de base y consolidar la organización popular. La E.P, por otra parte, cuestiona la confianza ciega en la razón, en la conciencia, y por eso no escinde las prácticas y pensamientos, de los sentimientos y los deseos. De ahí que la EP trabaje con lo que los protagonistas de las luchas, de los procesos de organización, sienten, piensan y hacen. La indignación puede ser el punto clave para decir “ya basta”, para la rebeldía, sin la cual es difícil pensar en la revolución. Rebeldía que puede operar como incentivo para que las pequeñas luchas conquisten pequeñas victorias, desde las cuales proyectar nuevas. Desde esta concepción, la E.P entiende que no hay cambio social si no es a condición de la participación de las masas populares en el proceso de transformación, que a su vez transforma a las singularidades existenciales que participan de dicho proceso.

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La E.P entiende que, así como desde estas concepciones no es posible establecer jerarquías entre las personas que participan de un proceso de organización y lucha popular, tampoco puede negar que en esos procesos hay militantes que se van destacando como referentes, porque están más dispuestos a comprometerse y asumir responsabilidades. De allí que destaque que la formación de los activistas también sea fundamental, en la medida en que permanezca en el horizonte la búsqueda por achicar esa brecha entre los que más y los que menos participan (a mayor participación de las bases en la construcción del proyecto, mayor fortaleza, y no a la inversa). De ahí la necesidad de que la participación comience a ponerse en práctica en la formación. Sino, se corre el riesgo de hablar de la participación como de un asunto teórico y no práctico-teórico.

La E.P no se propone “bajar línea”. Eso, sin embargo, no significa que no haya direccionalidad de los procesos de formación, ni que se niegue la necesidad de la propaganda o de los momentos en los cuales resulta productivo “bajar línea”. Es muy importante entender a la formación como un proceso, encuadrada dentro de los marcos de construcción de cada organización. Por eso la formación no se entiende sólo en términos teóricos, sino también prácticos. Por ejemplo, apostar a que cada vez más gente pueda contar con las herramientas y la experiencia de planificar una actividad, realizar evaluaciones, debatir, etc. También organizar reuniones, movilizaciones, entablar negociaciones con el poder político, hablar con los medios de comunicación, con otras organizaciones políticas. Lo que diferencia a estos procesos de formación de la educación tradicional, o el adoctrinamiento, en todo caso, tiene que ver con el punto de partida: del grupo y no de quien coordina. Del grupo, pero también de cada uno de quienes lo integran. Porque para la E.P es importante que cada persona pueda vincular su propia experiencia singular con el devenir grupal, para no trazar objetivos que estén por encima de las posibilidades reales del colectivo.

La E.P incita a las personas a comprender la situación en la que viven, a imaginar y desarrollar proyectos, partiendo de que saber, se sabe. Quien es explotado sabe de la explotación; quien lucha sabe de la lucha. Por eso el punto de partida, para la E.P, es el de las personas que se están formando, no otro. Así, quien reflexiona y estudia comprende a fondo la realidad. La comprensión de la realidad tiene siempre dos costados. Uno de ellos es el estratégico: conocer significa la posibilidad de actuar mejor sobre la realidad. Otro es el ideológico: conocer permite afianzar la confianza en lo que podemos hacer nosotres (lxs de abajo, lxs trabajadorxs, lxs oprimidxs y explotadxs) y la indignación frente a lo que hacen ellxs (los de arriba, las clases dominantes, la burguesía).

 

El desafío de construir una sociedad sin explotadores ni explotados pone por delante, a su vez, muchos desafíos. Uno de ellos consiste en creer, es decir, en tener confianza en esa posibilidad. Para ello, la E.P se propone accionar para que las personas piensen más allá de todos los días, se animen a pensar que se puede vivir de otra manera y, fundamentalmente, que tengan confianza en esa lucha. En ese sentido, saber es importante. Hay toda una línea de intervención de la E.P que tiene que ver con combatir la idea de que ante situaciones cotidianas desagradables no se puede hacer nada (“No hay que ser sabio ni leer muchos libros para soñar un mundo mejor…”). Basta recordar lo que decía Ernesto “Che” Guevara, el Comandante NuestraAmericano: sentir indignación ante las injusticias, es eso lo que nos hace compañeres.

Las subjetividades y las expresiones culturales que se ponen en juego en las luchas populares son, también, de vital importancia para la práctica de la E.P. La importancia que van adquiriendo los discursos, lenguajes, símbolos, modos de festejo y enfrentamiento es parte fundamental de su concepción. Algunos llaman a eso mística. La mística consiste en hacer que la gente se sienta bien en la lucha y a la vez, que se vivencie colectivamente el deseo de cambiar las cosas.

La E.P no busca sustituir la lucha, ya que sólo ésta puede cambiar la realidad. En todo caso, lo que se busca es fortalecer la lucha a través de procesos educativos, de formación, sin desconocer que la propia lucha ya es educativa, formativa.

Freire, un legado

Recuerdo un diálogo que se produce entre un viejo cuadro y un joven militante del Frente de Liberación Nacional en el film La batalla de Argel (1966), de Gillo Pontecorvo. Creo que es un debate en torno a la necesidad de emplear el terror por parte de las fuerzas revolucionarias, pero para luego dejar paso al accionar de las masas en toda su plenitud. El viejo cuadro dice que comenzar una revolución es muy difícil; que mucho más difícil aun es sostenerse en el tiempo y ni que hablar vencer. Pero que los verdaderos problemas llegan realmente con la victoria.

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Vi por primera vez esa película unos años antes de leer la Pedagogía del oprimido, pero entonces como ahora linkeo ese diálogo con la necesidad de asumir una mirada de largo plazo, una perspectiva estratégica que entienda que no hay soluciones estructurales en plazos cortos, por más que en determinados momentos el tiempo histórico se acelere. De allí la necesidad de sostener esa “paciente impaciencia” de la que hablaban los sandinistas (como Tomás Borge), para entender –con Freire—que la pedagogía del oprimido es tan sólo un punto de partida, y que la llegada no es un momento glorioso de liberación definitiva, sino la toma del poder político de las y los de abajo, para edificar un nuevo orden sobre las ruinas de las antiguas instituciones, para emprender una educación sistemática que entienda el proceso de liberación de la humanidad como un proceso permanente.

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