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Irán es un pais real

Orgullo, taarof y martires.

Desde que comenzó 2020 la tensión entre Irán y Estados Unidos aumenta: el asesinato de Soleimani, el bombardeo de las bases militares, un presidente enojado, una posible negociación ante la ONU. ¿Qué pasa al interior de Irán, un país “real” en el que lo cotidiano se vive con todas sus contradicciones? Fernando Duclos pasó 80 días en el centro de Medio Oriente y retrata una sociedad intensa, controversial y orgullosa de sus mártires.

Irán es un país de mártires, taarof y orgullo.

Mártires porque las caras de sus muertos se exhiben en todas las ciudades, en pasajes y avenidas, en grafitis y murales; muertos de la guerra contra Irak, en la década del ’80, contra ISIS tiempo después.

Orgullo por la autoconsciencia de su pasado de gloria, por su Historia, con mayúsculas, y porque en sus tierras fértiles nació, tal como la conocemos, la civilización: orgullo por Persépolis, por el primer imperio que conoció el mundo, el de Ciro y Darío, por Hafez y el vino de Shiraz.

¿Y el taarof?

Mejor graficarlo con una pequeña anécdota, cotidiana, sin ninguna pretensión.

Una persona se toma un taxi en Teherán y al llegar a destino pregunta:

– ¿Cuánto es?

– Nada, para usted no es nada – responde el taxista.

– No, por favor, quiero pagar – retruca el pasajero.

– No, no: llevarlo para mí es un inmenso orgullo.

– Gracias, pero dígame cuánto.

– Son 10 tomanes – accede finalmente el conductor.

Eso es el taarof, institución vertebradora y omnipresente en la sociedad persa: una calibrada muestra de cordialidad en la cual los actores deciden jugar un juego que, de antemano, ya saben cómo terminará. El taxista ofrece, pero tiene la certeza de que el pasajero no aceptará: de hacerlo, lo consideraría una ofensa sin igual. El pasajero, por su parte, espera la oferta, aunque luego la rechace sin titubear: no efectuarla hablaría muy mal del chofer.

El taarof es una pérdida de tiempo para el pragmatismo de Occidente, una bobería fingida. Pero según la visión de los iraníes es una forma de vivir: la cortesía constante, por más que sea actuada, obliga a embellecer las palabras y, en una sociedad que idolatra a sus poetas, el refinamiento es un arte a cultivar.

Entonces, Irán es orgullo, taarof y mártires: es merecer; ofrecer y parecer. Y es también perecer, cuando la paz se troca en batalla.

Entre 1980 y 1988 cientos de miles de jóvenes iraníes fallecieron en el combate ante el vecino Irak: una generación perdida entre pólvora y polvo. Desde entonces, ningún conflicto armado se libró en territorio persa, aunque su ejército participó de operaciones contra ISIS, también en Irak y a pedido del gobierno de ese país.

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La ubicación de Irán, en el “corazón del mundo” y en medio de un vecindario turbulento, lo vuelve muy sensible a los sismos geopolíticos de la zona: en los últimos años observó de muy cerca las guerras en Siria, en Irak, en la región kurda de Turquía, en Afganistán, en Armenia y Azerbaiyán, los conflictos pakistaníes y también en el Golfo Pérsico. Está rodeado de bases norteamericanas, se odia con Israel, cerca de un gigante como Rusia y no tan lejos de India y de China. Si el planeta fuese un tablero de ajedrez, sin dudas se ubicaría en el centro.

Y se sabe: quien domina el centro, domina las variantes del juego.

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En el living amplio de su casa en Teherán, la capital, en un barrio acomodado, Motahare ostenta una foto del Shah Muhammad Reza Pahlavi: cabello engominado, mirada profunda. Era el líder de Irán, el Emperador, protector del honor dinástico hasta que la Revolución Islámica de 1979 lo desterró.

Motahare reivindica el pasado, lo que le contaron sus padres. Tiene 30 años y trabaja de secretaria en un despacho gubernamental:

– Todas las mujeres debemos usar hijab para salir a la calle, ¿por qué? El mío, encima, debe ser negro, ya que soy empleada estatal. ¿Eso es libertad? En los tiempos del Shah todos se vestían como querían hasta que llegaron los clérigos y arruinaron el país.

Los iraníes que piensan como ella son muchísimos.

En Sar Agha Sayyed es diferente. Un pueblo de pastores, a los pies de las montañas Zagros, cabritos y ovejas por todos lados. En su cuarto, Ahmed invita al té:

– Vengan, no es taarof.

Las paredes son de barro y un desgastado afiche cuelga de un clavo: tiene las caras de los Ayatollahs Khomeini y Khamenei.

– Aquí nieva ocho meses por año y a veces no podemos ni salir de nuestras casas. Pero ahora, gracias a Dios, tenemos un bulldozer en el pueblo y nuestra vida mejoró una enormidad. Incluso, una vez Khamenei visitó nuestra mezquita. La Revolución fue hecha por y para los pobres, como nosotros, y eso en la capital jamás lo podrán entender”.

Los iraníes que piensan como él son muchísimos.

Irán es un país Real. Esa es la sensación al recorrerlo: Real. Como el Siglo XX del que habla el filósofo Alain Badiou, el siglo de “lo real”. Un siglo en el que las cosas sucedieron; un país en el que las cosas suceden. Es intenso, estimulante, controversial, difícil, no escatima ninguna de sus luchas, no se priva de mostrar ni una sola de sus contradicciones: se ve la sangre, se ve la levadura, en Irán no hay ‘fake’.

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Es el país de los persas, los kurdos, los baluchis y los azeríes; del alcohol prohibido y de los que hacen a escondidas el vino en el comedor; de los antiguos templos del silencio zoroastrianos, allí donde los muertos se dejaban a merced de los buitres para no contaminar con impurezas la sagrada tierra. Y es el país de Motahare y de Ahmed que, aunque entienden la vida de una forma completamente diferente, desde el jueves pasado tienen la misma foto en sus perfiles de WhatsApp.

Y es una foto de Qassem Soleimani con la bandera de Irán.

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A los leales a la Revolución Islámica, a los que no lo son tanto, e incluso a los decididamente opositores. El asesinato a traición del carismático comandante por una potencia extranjera afectó a todos los iraníes (quienes están en contra del gobierno de los Ayatollahs señalan, de hecho, que el “error de Trump” no hará más que fortalecerlo). En una nación que, orgullosa, altiva y soberbia, reverencia a sus mártires y se recrea en el fulgor de su antigua grandeza, no es sólo la bronca lo que emergió a la superficie: es la Historia la que, azuzada por la sed de venganza, no deja de efervescer.

En Irán, gracias se dice ‘merci’, préstamo francés, y hola, ‘salaam’, que viene del árabe. Pero muchos iraníes prefieren utilizar ‘sepas’ o ‘dorood’, las palabras originales del antiguo persa. Es la reivindicación, en todos los aspectos, también en el idioma, de la identidad nacional.

“Nadie, jamás, destruyó nuestra cultura”, me dice por teléfono Beyrooz, de la ciudad de Mashhad, y recuerda la historia de Alejandro Magno: pese a los malos presagios, ingresó en Babilonia, que formaba parte del Imperio Persa, y allí falleció. O la de Valeriano, aquel altanero emperador romano capturado por el ejército sasánida y humillado constantemente luego por Shapur, el gobernante local.

Las masivas movilizaciones por la muerte de Soleimani se comprenden mejor en ese contexto histórico: el de una identidad y una cultura que resisten desde hace miles de años, y un pueblo que, con toda sus contradicciones y luchas internas, sobrevivió a los griegos, los romanos, los otomanos, incluso a los árabes y al que, normalmente pacífico, le hierve la sangre cuando percibe que un invasor más potente lo quiere agredir.

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Pero eso tampoco es todo.

El orgullo nacional herido, la sed de venganza y la rabia sincera contra el presidente de Estados Unidos no alcanzan, de todas formas, para caracterizar las reacciones de una sociedad en la que, taarof mediante, todo se puede leer entrelíneas: no por nada, el miniaturismo es una de las más celebradas expresiones del arte persa, la capacidad de recrear el conjunto a partir del detalle, la unidad elemental.

Las tensiones domésticas son muchas y es lógico: a lo largo de 8.000 años de historia los rencores tienen tiempo de fermentar a fuego lento. La religión, la clase social y las nacionalidades son ingredientes principales del espeso caldo iraní: no es lo mismo un empresario rico en Teherán que uno kurdo o árabe; no es lo mismo una mujer que se cubre el cabello por obligación que una que lo hace por devoción musulmana; no puede compararse el Islam cerca de la frontera armenia con el que practican los millones de refugiados afganos que llegan al país.

Al cabo, lo Real siempre es complejo. Y mientras más complejo, más real. Y mientras más real, más Irán.

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Fanáticos de la poesía, fuerza unificadora, no hay ningún iraní que no se sepa de memoria al menos diez versos de sus poetas nacionales: Sa’adi, Rumi, Omar Jayyam, Rudaki o Ferdusi.

El más importante de todos, admirado por Borges y también por Goethe, se llamó Hafez, vivió hace siete siglos y se le atribuyen, todavía hoy, poderes curativos: cuando una persona no sabe qué hacer con su vida, o se encuentra en un situación apremiante, entonces se dice que debe abrir uno de sus libros, en cualquier página, y analizar lo que el juglar le quiere decir.

En estos tiempos convulsos, en una nación tan intensa y cambiante, país de mártires, taarof y orgullo, de modernidad y pastores, de Revolución Islámica, de chiísmo y de Shahs, abrimos el libro de Hafez, en un verso al azar. Quizá sea la única forma de encontrar respuesta a tanto apremio. Dice: “No te aflijas, corazón doliente: tu mal en bien se trocará / no te detengas en lo que te perturba / ese espíritu trastornado conocerá de nuevo la paz”.

Ojalá tenga razón el poeta. Ojalá las metáforas venzan a los fusiles. Inshallah.

 

Fuente: http://revistaanfibia.com/cronica/iran-es-un-pais-real/

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