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Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Ofensiva del capital, resistencia de lxs trabajadorxs y sindicalismo: desafíos para la refundación de una clase fragmentada y diversa

"Hemos de saber que una nueva era ha comenzado no cuando una nueva élite toma el poder o cuando aparece una nueva Constitución, sino cuando la gente común comienza a utilizar nuevas formas para reclamar por sus intereses"

Charles Tilly

 

El pueblo trabajador enfrenta una renovada ofensiva del capital y del Estado que se expresa tanto en el plano económico como en el organizativo, social e ideológico. Si tras la rebelión popular del 2001 el objetivo de las clases dominantes se concentró en restaurar el orden y recomponer el poder político y la acumulación de capital –tarea que logró a partir de la incorporación, resignificación e institucionalización de demandas populares- con el triunfo de la alianza Cambiemos en el 2015 retomó su objetivo a largo plazo de una reformulación profunda de la relación de fuerzas entre las clases. No sin grandes dificultades, el macrismo lo intenta con la “alegría” de poder dar rienda suelta a su odio y desprecio de clase.

El pueblo trabajador responde y lucha, pero lo hace con herramientas políticas y sindicales que heredó de otros tiempos, herramientas que no se ajustan a las características estructurales actuales de la clase trabajadora ni a la nueva realidad del capitalismo. La efectividad en consecuencia es pobre y los resultados de la lucha, insuficientes.

Las dificultades -como en la mayor parte de nuestra historia- no residen en falta de voluntad de pelea. Lxs trabajadorxs en la Argentina poseemos una combatividad y potencia notables. Combatividad que hunde sus raíces en las luchas de los pueblos originarios y de las clases populares en las revoluciones por la independencia, que se prolongó en las montoneras y en las milicias campesinas o plebeyas, que forjó nuevas síntesis en las peleas libradas por lxs trabajadores que emigraron a estas tierras desde la vieja Europa.

En la Argentina la oposición capital-trabajo adoptó una centralidad indiscutible desde la conformación del Estado-Nación en el último tramo del siglo XIX. Ya para principios del siglo XX la población asalariada constituía una mayoría creciente. La huelga, la movilización, la toma de fábrica y el piquete son herramientas fundamentales desde entonces. En 1902 se realizó la primera huelga general, forma de lucha política de masas de la clase que llegó para quedarse: en 1906, un congreso de la Unión General de Trabajadores declaró que “la huelga general es un arma genuinamente obrera y la más eficaz para la defensa y ataque en favor de sus propios intereses y en detrimento de la burguesía, por cuanto va a herirla en la base fundamental de sus dominios”.

Las puebladas y las masivas movilizaciones de la clase a Plaza de Mayo como el 17 de octubre del ‘45, el Cordobazo, la huelga y movilización contra el Rodrigazo, el 30 de marzo del ’82, la rebelión del 2001 o -más recientemente- el diciembre de 2017 contra la reforma previsional, han tenido profundas consecuencias en los rumbos del país.

En toda esta larga y combativa historia las formas organizativas políticas y sociales fueron cambiando, tanto al calor de las transformaciones estructurales como de las luchas libradas. Así fue cuando los sindicatos por rama reemplazaron a los sindicatos por oficio tras la larga huelga de la construcción de mediados de la década del '30, proceso que unificó en el sindicato de la construcción a los once sindicatos (albañiles, pintores, yeseros, parqueteros, herreros, etc) de esa, por entonces, pujante industria. O cuando la organización sindical de base de los ’40 devino en pilar de la resistencia peronista a la “revolución fusiladora”. Más acá surgió el “clasismo” que caracterizó, junto a los movimientos villeros y las Ligas Agrarias, la década del ’70. Ya en los '80, junto a experiencias de organización y ocupación territorial, renació la organización sindical de base diezmada por la dictadura y allí brotaron agrupaciones obreras antiburocráticas y combativas como la UOCRA de Neuquén, la UOM de Río Grande o la coordinadora ferroviaria ya a comienzos de los ‘90. Sin dudas la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA) fue en sus orígenes una apuesta que intentó dar cuenta -en base a un conjunto de premisas correctas- de las transformaciones estructurales que se estaban dando. Y ya bostezando este siglo, tras la rebelión popular del 2001 -que señaló una recuperación popular de la derrota sufrida durante el menemismo- cobraron protagonismo los movimientos de trabajadorxs desocupadxs, lxs trabajadorxs de empresas recuperadas, las asambleas socioambientales, las organizaciones de economía popular. Vemos también como emergentes de una compleja y vital recomposición de la clase trabajadora a los masivos encuentros de mujeres y colectivas feministas que desde hace más de tres décadas se realizan en distintas ciudades del país.

En el plano sindical se dio -a partir del crecimiento de la economía desde el 2003 y de la consecuente recomposición estructural de la clase- una recuperación de las organizaciones que se puede visualizar en factores que van desde el crecimiento del número de afiliadxs hasta las luchas protagonizadas. Al calor de este proceso se dio el desarrollo de una minoritaria pero muy valiosa experiencia de sindicalismo con tintes clasistas: el Cuerpo de Delegados del Subte, sindicatos o seccionales docentes ganadas por la izquierda (ATEN Neuquén, Agmer Paraná, Amsafe Rosario, Suteba Bahía Blanca, etc.), ATE Sur en provincia de Buenos Aires, Telefónicos de Capital, son algunas de las expresiones más destacadas de un proceso que incluyó a centenares de nuevxs delegadxs y a decenas de comisiones internas que se reivindicaban clasistas. La mayoría de estas expresiones, que se conocieron como “los flacos” en oposición a “los gordos” de la CGT, se nucleó en el Movimiento Intersindical Clasista (MIC) aunque esta organización no alcanzó a consolidarse.

Desde hace décadas la principal fuerza de la clase obrera argentina está en su organización en los lugares de trabajo a través de lxs delegadxs y comisiones internas. Allí se genera resistencia; hay deliberación, disputa; un poder de la clase que intenta (con más o menos éxito) poner límites a la dictadura patronal y a la vez anunciar un poder alternativo. Esta combatividad y esa organización sindical de base es lo que Adolfo Gilly denominó la “anomalía argentina” en tanto se trata de una importante particularidad que no se da en otros países.

Esa anomalía consiste en que la forma específica de organización sindical politizada de los trabajadores al nivel de la producción no sólo obra en defensa de sus intereses económicos dentro del sistema de dominación –es decir, dentro de la relación salarial donde se engendra el plusvalor-, sino que tiende permanentemente a cuestionar (potencial y también efectivamente) esa misma dominación celular, la extracción del plusproducto y su distribución y, en consecuencia, por lo bajo el modo de acumulación y por lo alto el modo de dominación específicos cuyo garante es el Estado”1.

Este cuestionamiento al poder patronal en los lugares de trabajo constituyó siempre el drama de la clase dominante argentina. Existe una larga historia de intentos por lograr una mayor dominación sobre la clase trabajadora y de profundizar así su explotación; innumerables ajustes y reformas laborales que han estado presente en las últimas décadas y ahora forman parte esencial de la difícil agenda del gobierno de Mauricio Macri.

Pero también la clase trabajadora tiene su drama en tanto no ha logrado transformar su fuerza y combatividad en alternativa de superación al capitalismo y la explotación. Su poder y organización de base conlleva también una contradicción para la propia clase en tanto no logra avanzar.

Por un lado, la sola existencia de la organización de base en el lugar de trabajo conmueve la división fundante del capitalismo: la escisión entre el productor y el ciudadano -el primero restringido a lo “económico” el segundo a lo “político”-, y así se constituye en un ámbito de posible politización de clase por fuera de la política institucionalizada del Estado y los Partidos. Pero por el otro sufre la presión de ser, al mismo tiempo que herramienta de lxs trabajadores, órgano de un sindicalismo estatizado y burocrático que interviene para congelar su potencialidad, para mantener escindidas las luchas y la política y para que esta última siga delegándose en aquel que se ha constituido en principal Partido del orden y eficaz sostén del capital: el peronismo en sus diversas y cambiantes alas.

Puede decirse que la historia de las crisis en la Argentina es la historia de la batalla por resolver, en uno u otro sentido, ese drama y disputa. A pesar de los golpes recibidos por nuestra clase, tanto por parte de la dictadura genocida como de los gobiernos “democráticos”, esta batalla está en curso.

La clase trabajadora argentina sigue siendo una de las de mayor grado de sindicalización del mundo. La experiencia de la organización de base, aún sin el poder de antaño, continúa y además ha extendido la experiencia y combatividad de su activismo a otros terrenos y territorios.

Como contrapartida se da una acentuada burocratización y estatización de las organizaciones sindicales. Pero además la conformación estructural de la clase trabajadora ha ido mutando al compás de las transformaciones del capitalismo y las herramientas para su lucha no se han transformado al mismo ritmo; así los sindicatos se fueron constituyendo como herramientas limitadamente defensivas/reivindicativas para apenas un sector de la clase trabajadora.

Queremos valorar la idea de que los sindicatos hagan un aporte -reorganización del movimiento obrero o la clase trabajadora mediante-, para avanzar ofensivamente sobre el capitalismo colonial y patriarcal.

Pretendemos presentar un panorama de las transformaciones del capitalismo y de los nuevos desafíos que se presentan para esbozar algunas hipótesis de intervención en la recomposición de la clase trabajadora. Proponiendo miradas para la (re)construcción de la unidad (no uniformidad) de un sujeto plural, una sola clase trabajadora, diversa y poliforme, para el cambio social. Somos lxs propixs protagonistas, lxs trabajadorxs, con nuestras luchas, ensayos y experiencias, lxs que aportamos el principal material para estas hipótesis.

Algunos debates estructurales. Ni “fin del trabajo” ni fin de las perspectivas de clase

Desde los '90 -y aún antes- se preconiza un supuesto “fin del trabajo”, apoyado en la fragmentación de lxs trabajadorxs, en el reemplazo de mano de obra por nuevas tecnologías, en la existencia de una población “sobrante” que ni siquiera sería “ejército de reserva”. Creemos que se trata de un falso enunciado, construido desde una mirada parcial que deja afuera elementos esenciales de la realidad.

El capitalismo en su fase neoliberal promueve no sólo un proceso de desindustrialización con su contraparte de crecimiento de los servicios (que adquieren modalidades de la producción en serie), sino también una “proletarización” de hecho al separar a millones de personas de sus medios de subsistencia empujándolas a trabajos precarios o “changas” para sobrevivir, al fomentar la entrada masiva de las mujeres al mercado laboral y al impulsar la salarización de sectores medios y de profesiones liberales. Asimismo, no se puede dejar de notar que, con la tercerización, empleos que eran computados como industriales ahora engrosan las cifras de los servicios en las estadísticas de empleo.

Opinamos, como Ricardo Antunes y Silvia Federici, que suponer el “fin del trabajo” no es más que una nueva recaída eurocéntrica frente a una realidad mundial marcada por nuevos y masivos contingentes de trabajadores en China, el Este asiático, la India y otros países. No nos enfrentamos entonces al “fin del trabajo” sino al fin de un trabajo estable con buenos salarios.

La tesis del fin del trabajo se aferra a que, contrariamente a algunas previsiones del marxismo, el desarrollo del capitalismo no dio lugar a una clase trabajadora homogénea sino que tendió a fragmentarla. Pero en lugar de revisar la nueva conformación estructural de la clase trabajadora -que es mucho más abarcativa que el proletariado industrial-, se pone en cuestión su potencialidad para antagonizar con el capitalismo y se le busca reemplazante en múltiples sujetos inarticulados, en luchas particulares y en diferentes identidades.

Es cierto que junto a la proletarización objetiva de amplios sectores se ha producido una desproletarización subjetiva2. Muchas luchas o situaciones conflictivas se vivencian –aun cuando se articulen alrededor del antagonismo entre capital y trabajo- desde identidades no clasistas que facilitan las operaciones del capital por clasificarlas en formas libres de este antagonismo. Si esto seguirá siendo así no es posible decirlo, pero la fuerza con que en nuestro país durante la gran movilización popular contra la reforma previsional de fines del 2017 resonó el canto de “unidad de los trabajadores…” señala por lo menos que es una cuestión en conflicto y con final abierto.

La desubjetivación se apoyó en la gran fragmentación de la clase, la profunda derrota en manos de la dictadura genocida, la despolitización de las organizaciones de trabajadorxs y la incidencia de las burocracias en ellas. Si la rebelión del 2001 alentó esperanzas de un posible rumbo de superación, el kirchnerismo logró evitar la defragmentación que el grito “piquete y cacerola” parecía anunciar, desvirtuó la politización colocando al consumismo como máximo objetivo nacional y llamando a confiar en la representación y los líderes, así como congeló la potencialidad antiburocrática de toda una camada de trabajadorxs combativos y organizaciones de base a los que mencionamos antes como “los flacos”. Al mismo tiempo, encumbró a intelectuales progresistas que, como Ernesto Laclau, dieron letra y sustento teórico a la multiplicación de identidades que reemplazarían a la clase trabajadora como antagonista del capital.

Al desaparecer la lucha de clases de las estrategias políticas, al suplantar la clase por una masa informe de sujetos diversos e inarticulados sin anclaje en antagonismos estructurales de la sociedad capitalista patriarcal, el protagonismo se transfiere a los políticos profesionales y las organizaciones partidarias tradicionales a los que se ubica como los únicos sujetos que supuestamente dan rumbo y contenido a la práctica política entendida como poder de transformar una sociedad. Así, el abandono de la clase conduce a priorizar la intervención del Partido y de los dirigentes en las instituciones políticas existentes. La oposición capital/trabajo es reemplazada por la “grieta” entre figuras partidarias. Numerosas organizaciones populares se desbarrancaron por esta “grieta” y abandonaron las perspectivas de clase. En el terreno del discurso y el relato solo caben políticas efímeras y tacticismos coyunturales que eluden la intervención en el terreno de la reconstrucción / refundación de una nueva clase trabajadora con miradas a mediano y largo plazo.

Frente a esta complejidad, desde nuestra perspectiva creemos certero el panorama que describe Ezequiel Adamovsky3:

La respuesta del marxismo tradicional ha sido sencillamente ignorar la multiplicidad, y subsumir toda lucha de clase a cierto tipo de luchas de una categoría ocupacional específica (los obreros industriales). En un reflejo opuesto, algunos “posmarxistas” apostaron a explicar la formación de sujetos como efecto de una “articulación hegemónica” de diferencias, concebida como una operación puramente discursiva. Desde esta perspectiva, no existen condicionamientos estructurales que permitan saber a priori (es decir, antes de la operación discursiva de articulación) cuál de las “demandas” que encarnan diferentes grupos sociales será la que logre hegemonizar un campo popular, dotándolo así de unidad y convirtiéndolo en sujeto político. Sostendré que un análisis histórico de clase debe retomar la problemática gramsciana de la articulación hegemónica, pero sin prescindir (al contrario del “posmarxismo”), de un anclaje explicativo en los antagonismos estructurales.

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Sostener la perspectiva de clase exige poner sobre la mesa el marco global. Es evidente que desde la práctica sindical acotada y desde la sola lucha sectorial se hace difícil constatar que la explotación va más allá de la parte de nuestro trabajo con la que se queda el patrón, así como dar cuenta de que esa explotación no sería posible sin la apropiación y saqueo de los bienes de la naturaleza y sin la explotación patriarcal del trabajo invisibilizado de las mujeres. Ni tampoco sin la apropiación imperialista -con sus corporaciones y el FMI- de gran parte de lo producido en nuestro país, avasallando la soberanía popular en un nuevo colonialismo.

Entendemos que el desafío pasa por comprender la globalidad, sostener la perspectiva de clase y combatir la creciente fragmentación que asume diversos rostros.

“Modernización” y “flexibilización” como asalto a las posiciones de lxs trabajadores

En la fase neoliberal del capitalismo, el trabajador que pretendía el taylorismo-fordismo: rutinario y animalizado como “gorila amaestrado” -que gozaba de derechos y obligaciones rígidamente fijados contractualmente- devino en trabajador tercerizado, precarizado, intermitente, migrante, flexibilizado, multifuncional, desempleado, “uberizado” y hasta “emprendedor por cuenta propia”.

La precarización y tercerización son piezas esenciales de la estrategia empresarial para la reformulación de la relación de fuerzas entre el capital y el trabajo en su apuesta a sostener la tasa de ganancias. Mientras las empresas siguen controlando el conjunto del proceso productivo -a pesar de que externalizan parte de sus trabajadorxs hacia empresas subordinadas más pequeñas y con contrataciones más desfavorables- lxs trabajadores se encuentran con sus fuerzas fragmentadas.

Esto no constituye de ninguna manera un desvío de la “normalidad”, pasible de solucionarse con un “Estado presente” o facilitando una contratación más barata; el recorte permanente de derechos o el “fraude laboral” generalizado son estrategias centrales de las patronales en la etapa actual. Por ese motivo, tras la crisis del 2001 en la que la precarización del empleo llegó a un pico del 41,6%, sólo bajó hasta un 32,2% en el 2008, se mantuvo en cifras similares hasta el 2018 y comenzó desde entonces nuevamente a aumentar.

La configuración del pueblo que vive de su trabajo ha cambiado radicalmente. El trabajo estable y las concentraciones obreras en grandes unidades productivas son rasgos que tienen a desaparecer. Asimismo, por efecto de la caída del salario, ya no sólo es pobre quien no tiene empleo sino también muchxs que trabajan. Sólo así puede entenderse la disparidad entre el actual 9,1% de desempleo y el hecho de que más de un tercio de la población se encuentre bajo el nivel de pobreza.

Para el capital, lxs trabajadorxs son principalmente un costo que hay que reducir y un sujeto que hay que disciplinar. Ante una producción flexible y un mercado globalizado, los grupos más concentrados del capital cada vez los necesitan menos como parte de un mercado de consumo.

No siempre fue así. En los años ’50 y '60, si una empresa industrial transnacional se instalaba en el país, su objetivo era no sólo aprovecharse de la mano de obra más barata sino capturar una parte del mercado interno y ubicar aquí maquinaria ya obsoleta, profundizando la brecha tecnológica y la dependencia. Hoy sus objetivos son aprovecharse de la mano de obra barata y apropiarse de lo que el capital denomina recursos naturales (agro, petróleo, gas, litio) para la exportación hacia nichos de consumo externos. No hay un marcado antagonismo al respecto con sectores burgueses locales, cuya existencia como “burguesía nacional” constituye uno de los mitos más persistentes de nuestra historia. Buena parte de los sectores empresariales locales ya no aspiran a reeditar el mercado interno sino sueñan con integrarse a las redes exportadoras de las transnacionales, más allá de contradicciones y disputas puntuales para sobrevivir a las crisis y conseguir mejores condiciones para su integración. Esa es la lógica por la que una organización icónica de capitales pequeños y medianos como la Federación Agraria Argentina pudo aliarse a la Sociedad Rural, al integrarse desde los ’90 al circuito sojero.

Incluso un ideólogo de la sustitución de importaciones y de “crecer con lo nuestro” como Aldo Ferrer, en sus últimos años sostuvo que la industrialización sustitutiva ya no podría tener como objetivo el mercado interno sino las exportaciones. No es posible obviar las consecuencias políticas de este aspecto para las estrategias de emancipación y para las alianzas de clases que en la Argentina sostienen la unidad entre la “producción” y el “trabajo”.

El capitalismo ha adquirido los medios técnicos y políticos para este viraje. La producción posee un carácter flexible que contrasta con la rigidez que caracterizaba a la producción en serie. Hasta la década del '80 producir algo diferente podía significar una semana o más de “parada” en las fábricas para preparar las líneas para la nueva producción. Hoy la informatización posibilita producir para cada nicho de consumo y para un mercado segmentado sin perder un tiempo que para el capital es oro. El capital se apropia no sólo y cada vez más del tiempo del trabajador, sino también de su saber hacer, aplicando nuevas modalidades de organización del trabajo como las que inauguró la Toyota en Japón ya en 1954 y que desde la crisis de los ‘70 se viene generalizando, dando lugar al trabajador “flexible”, “multifuncional” o “polivalente”.

Al mismo tiempo, el capitalismo se apoyó en la caída del Muro de Berlín -que simbolizó la derrota de su antagonista (aparente)- y en fuertes derrotas de lxs trabajadorxs como la que sufrieron los mineros ingleses con Margaret Thatcher o lxs trabajadores latinoamericanxs durante las dictaduras, para que parezca indiscutible la hegemonía del capital en un imaginario de falta de alternativas que pareció tornar inevitable la aceptación de sus reglas.

Las transformaciones en la relación capital-trabajo se produjeron con el beneplácito -o en el mejor de los casos la resignación- de las cúpulas sindicales. Se forjó un sindicalismo que, en tanto no cuestionaba al sistema capitalista, no pudo tampoco cuestionar la “eficiencia” y la “productividad” como valores de una supuesta “modernización” y “desarrollo”. Ni pudo señalar que las nuevas tecnologías y formas de organización del trabajo no eran una consecuencia inevitable del “progreso” humano, sino una necesidad del capital para apropiarse del tiempo y del saber de lxs trabajadores y reforzar el control patronal sobre el proceso productivo. Se terminó entonces negociando reformas laborales que significaron pérdidas de derechos históricos y cada vez más subordinaron el trabajo a las necesidades del capital.

La incapacidad de instalar otros valores que disputen hegemonía conduce a la aceptación de la flexibilización y al sometimiento obrero como mal menor, esperando un hipotético “derrame” para cuando pase la nueva “crisis”. Y convierte a las organizaciones sindicales en canales de resistencias testimoniales y esporádicas, sin propuestas alternativas que las sustente y proyecte de manera eficaz. Sabemos que no son las organizaciones sindicales las principales responsables de la falta de alternativas políticas para la clase, pero estamos convencidos de que pueden y necesitan hacer un aporte sustancial en este camino, a riesgo de perder incluso toda capacidad defensiva o reivindicativa.

Un rumbo diferente al de la amplia mayoría de las conducciones burocráticas fue el de lxs trabajadorxs del subterráneo y lxs aceiterxs que pudieron acabar con la tercerización. No lo lograron con concesiones al sector empresarial ni fruto de un hipotético “derrame”, sino con duras luchas que obligaron a incorporar al planel de las empresas principales al personal tercerizado. A contramano del sistema, que pretende que lxs trabajadorxs -de empresas, encuadres sindicales y condiciones de contratación diferentes- se consideren ajenxs entre sí, los trabajadores aceiteros y del subterráneo, junto a sus conducciones, tradujeron en hechos la firme convicción de que la precarización afecta al conjunto de lxs trabajadorxs y que la reducción de derechos laborales no conduce a acabar con el desempleo y la precarización.

Del vandorismo a la actualidad, la mutación burocrática

Ya desde el primer peronismo las organizaciones sindicales se estatizaron y se constituyeron en una de las corporaciones que, mediando entre los reclamos de lxs trabajadorxs, las patronales y el Estado, garantizaban el orden establecido. Se aseguró su integración al aparato de Estado con mecanismos como el descuento automático de la cuota sindical, la Ley de Asociaciones Profesionales, el manejo discrecional de los fondos de las obras sociales y la injerencia estatal en el reconocimiento de las personerías de las organizaciones sindicales.

El trasfondo político sobre el que se sostenía este patrón de dominación era el llamado “pacto keynesiano” del Estado “benefactor” de posguerra (en Argentina en su versión aggiornada por el peronismo), por el que los trabajadores tenían permitido reclamar mejoras salariales -combinando luchas con negociación- pero siempre y cuando sólo pretendieran defender o aumentar su capacidad de consumo y no extendieran sus reclamos a otros aspectos de la vida social -asunto de la “política”- y menos aún cuestionaran la dominación capitalista. “Golpear para negociar” y defender el aparato sindical de cualquier intervención de la base, incluso mediante la violencia, el fraude y el asesinato, constituían las dos columnas sobre las que se sostenía este modelo sindical.

Augusto Timoteo Vandor de la Unión Obrera Metalúrgica fue el dirigente que llevó este modelo sindical a su máxima expresión, al punto que desde entonces se denominó a estas prácticas “vandorismo”. Rodolfo Walsh en su obra “¿Quién mató a Rosendo?” analiza el accionar de esta burocracia, describe minuciosamente como Vandor llevó a cabo los asesinatos impunes de Rosendo García, Juan Zalazar y Domingo Blajaquis, a la vez que acusa al “vandorismo” de sostén del gobierno del dictador de turno, Juan Carlos Onganía.

Pero en la actual situación en que el capital exige una mayor sumisión, las burocracias se acercaron aún más al empresariado y un importante sector se asimiló completamente a él. El oficialismo permanente, la afinidad de la CGT con la Unión Industrial Argentina (UIA) y otras entidades patronales, la desaparición de los planes de lucha y de los reclamos obreros de su repertorio de prácticas constituyen un muestrario de esta subordinación.

Fue durante el menemismo cuando pegó un salto la adaptación de las cúpulas sindicales a las nuevas reglas del capital. Por un lado, el PJ se desindicalizó y suplantó el aporte que hacía el sindicalismo a la masa de votantes y a la vida partidaria por un fuerte asistencialismo territorial. Más tarde, el kirchnerismo profundizó este proceso y combinó el sostén a la vieja cúpula sindical con un asistencialismo que, de la mano de Alicia Kirchner al frente del Ministerio de Desarrollo Social, conformó una nueva “burocracia plebeya”, garante de la gobernabilidad en sectores de la clase trabajadora a los que la burocracia tradicional no tenía acceso ni le interesaba tenerlo.

Por otro lado, el menemismo, parado sobre la desmoralización popular tras la hiperinflación y las importantes derrotas de huelgas como la telefónica o ferroviaria del año ‘90, avanzó en un esquema de asociación de los burócratas al empresariado, con las privatizaciones, el “Programa de Propiedad Participada” y el sistema de las AFJP; así lo explicaba el por entonces ministro de Trabajo, José Armando Caro Figueroa:

“[…] la inserción de los trabajadores dentro del capital de las empresas privatizadas apunta a lograr varios objetivos entre los que se destaca la intención de ampliar las bases de consenso alrededor de la política de privatizaciones (incluyendo en ellas a los sindicatos) o, en todo caso, de reducir la resistencia a esa política”4.

Desde entonces la campera de cuero ubaldinista trocó en los Rolex de oro de Armando Cavalieri (comercio), Andrés Rodríguez (UPCN) y tantos otros que, sin tanta ostentación, son también titulares de empresas, como Víctor Santa María (sindicato de porteros de edificios y presidente del PJ de CABA), director del Grupo Octubre; o la familia Moyano, con intereses en una ART, empresas de seguro, OCA, constructoras y varias más. Hurgando en los historiales de la mayoría de los dirigentes sindicales ya se encuentran más propiedades (propias o mediante testaferros) que luchas.

En todo este proceso fue paradigmática la actitud asumida por el SUPE (petroleros) ante la privatización de YPF. En vez posicionarse contra ella, se asociaron a la nueva REPSOL/YPF brindándole servicios a través de cooperativas. De allí que no resulte disonante el más cercano caso de la Unión Ferroviaria, tercerizadora de trabajadores a lxs que debía defender. Su secretario general, José Pedraza, fue autor intelectual del asesinato de Mariano Ferreyra durante la represión a una protesta, crimen que se emparenta con algunas prácticas vandoristas y el rol jugado por la burocracia sindical en la creación de la Triple A en los '70.

Asimismo, muchos sindicatos pasaron a ser gestionados como empresas de servicios, en una “lógica de acumulación de poder de los dirigentes sindicales en general y [una] lógica de fidelización de la minoría de afiliados correspondientes” que “permite establecer una línea de continuidad entre el sindicalismo empresario y el sindicalismo que, sin ser empresario, basa su práctica exclusivamente en la obtención de reivindicaciones cual si fueran prestaciones para sus afiliados.5”

Buena parte de la burocracia cada vez menos necesita del consenso de lxs trabajadores y más del Estado y los empresarios para mantenerse como casta. De ahí su preferencia por reunirse con ministros, con el FMI, con la Iglesia o con las cámaras patronales por sobre su rechazo -fundado en la aversión y el temor- a cualquier reunión o asamblea de trabajadores.

Las organizaciones no permanecieron indemnes en su estructura a los cambios en sus conducciones burocráticas y agudizaron un estrecho corporativismo que sólo reconoce como su universo al restringido sector de trabajadores efectivos de la empresa principal, mientras deja fuera a precarizados y tercerizados. Además, se dotaron de estatutos que tornan imposible el triunfo de listas opositoras, aportes “solidarios” que se imponen al trabajador (en los hechos, cuotas sindicales obligatorias de todos los trabajadores, afiliados o no, que la burocracia impone en acuerdo con la patronal), primacía de los “cuerpos orgánicos” por sobre las decisiones de las asambleas de base, exclusión de las mujeres de la vida sindical, etc.

Esto no significa que se haya producido una homogenización de las burocracias. Por el contrario, se mantienen sus fraccionamientos y disputas. Pero estas divisiones no se producen sobre cómo mejor encarar la defensa de lxs trabajadorxs sino sobre cómo redefinir la relación Estado-sindicatos. Así, en estos días tenemos por un lado al triunvirato cegetista apuesta a evitar cualquier acción para mantener sus canales de negociación abiertos y, por otro lado, al moyanismo, que se propone incidir en esa relación mediante la presión con alguna medida de fuerza.

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Igualmente se mantienen firmes dos importantes acuerdos que explican que un dirigente sindical hoy esté con un sector y mañana con el otro, o pasen con similar facilidad del oficialismo a la oposición y viceversa. O que coincidan en una misma “Mesa de acción política” del Partido Justicialista tanto Pablo Moyano, como Héctor Daer, Hugo Yasky o Ricardo Pignanelli, enrolados en diferentes alas sindicales.

El primer acuerdo tiene que ver con el manejo burocrático hacia las bases trabajadoras: en los sindicatos los burócratas mandan y lxs trabajadorxs obedecen. El segundo es la coincidencia estratégica de subordinar todo a las elecciones nacionales. La primacía de lo institucional siempre ha sido uno de los pilares sobre el que se sostienen las castas burocráticas.

Esto ayuda a explicar también la deriva de la CTA que, cuando su lanzamiento en los ’90, concitó esperanzas de un sindicalismo diferente. Pero hoy y ya desde hace tiempo, fraccionada por los mismos motivos que el resto de la burocracia sindical, y con importantes coincidencias con ella, aparece desdibujada y no despierta ilusión alguna en la posibilidad de construir nuevas prácticas sindicales desde esa organización, más allá de la voluntad de muchxs activistas valiosxs.

De cualquier manera, para lxs trabajadorxs no es menor el surgimiento de alas burocráticas que lancen medidas de protesta, siquiera aisladas. Su aprovechamiento puede afianzar una tenaz tarea de organización desde abajo; por el contrario, descartar cualquier unidad en la acción puede condenar al aislamiento. En cualquier caso vemos como muy poco probable que de estas diferencias entre la dirigencia puedan surgir organizaciones combativas y democráticas como fue la CGT de los Argentinos entre 1968 y 1973. O que puedan construirse programas obreros, populares y nacionales como fueron los de La Falda (1957) y Huerta Grande (1962). Lamentablemente el último “programa” elaborado por la CGT y la CTA de los Trabajadores, fueron los 21 puntos de diciembre del 2017 denominados “Por una patria solidaria y de trabajo”, programa que no fue debatido en ningún encuentro con trabajadores, pero si contó con el acuerdo de la UIA y la Iglesia.

 

La lucha por la democracia sindical, politización y poder popular

 

La distancia que separa a la burocracia de un sector importante de lxs trabajadores se expresó con fuerza con el “poné la fecha la puta que te parió”, durante la concentración de marzo del 2017, ante la negativa cegetista a convocar una huelga general.

Pero resulta evidente que la política de presionar a la dirigencia para salir a la pelea resulta insuficiente. Si por un lado algunas medidas aisladas han permitido golpear, debilitar o frenar las políticas gubernamentales, como en diciembre de ese año cuando se votó la reforma previsional, por otro, los escasos resultados de medidas esporádicas pueden operar desmoralizando.

En este punto nos interesa plantear algunos interrogantes: ¿podrá el repudio a la burocracia transformarse en nuevas conducciones, en nuevas políticas y en nuevas o revolucionadas organizaciones sindicales? ¿Las experiencias antiburocráticas como la de aceiteros, el neumático, el subterráneo o las “multicolores” docentes son una referencia que tiende a fortalecerse o ya han llegada a su límite?

La pelea antiburocrática por la democracia sindical y por nuevas prácticas sindicales es vital. No se trata sólo de recuperar los sindicatos o crear nuevos, sino de que, en el transcurso de esa pelea, los propios trabajadores se vayan auto-transformando y auto-formándose como clase. Perder de vista esta perspectiva puede transformar la lucha antiburocrática en lucha de aparatos.

La disyuntiva “con los dirigentes a la cabeza o con la cabeza de los dirigentes” en términos estratégicos fue resuelta hace rato a favor del segundo término de la ecuación. Sin embargo, no es tan clara su concreción. Por un lado, porque un sector de lxs trabajadores -a falta de toda proyección colectiva- no pretende otra relación con las organizaciones sindicales que la del proveedor de servicios-cliente. Asimismo, aún entre los que acuerdan con enfrentar a las burocracias, hay quienes colocan por encima la “unidad” sindical por temor a fracturas que faciliten avanzadas empresariales; o quienes suponen que de la dirigencia y de los “cuerpos orgánicos” depende la unidad del movimiento obrero, como por ejemplo quienes insisten en integrar la organización sindical de la economía popular (CTEP) a la CGT.

Creemos que la unidad burocrática de los “cuerpos orgánicos” solo puede sostenerse sobre la fragmentación social de lxs trabajadorxs. Por el contrario, la unidad de lxs trabajadores sólo podrá consumarse sobre la destrucción de las burocracias y en base a nuevas y renovadas formas democráticas de organización.

Está claro que, como toda crisis, la sindical puede ser una oportunidad para lxs trabajadores. Pero también puede serlo para la burocracia y para la patronal. El resultado lo resolverá la lucha.

Otros debates se dan alrededor de cómo lograr la democratización sindical. Hay quienes suponen que esto puede darse desde la intervención estatal, en lógicas emparentadas con las de la burocracia. Nosotros creemos que las esperanzas en una democratización sindical desde arriba sólo inciden en retrasar la pelea para que el Estado saque sus manos de las organizaciones de trabajadores. La legislación sindical debe estar para ponerle límites al autoritarismo patronal y garantizar los derechos sindicales (a la huelga, a la asamblea, a la organización, a tener delegadxs con fueros, etc.) pero nada debe decir sobre la forma en que lxs trabajadorxs elegimos organizarnos.

La pelea antiburocrática se resuelve sólo en la organización y democracia de base, así como en la repolitización de los lugares de trabajo como palanca para la transformación social.

La práctica permanente de las asambleas para las resoluciones importantes -por sobre las burocracias y aún, a veces, por sobre el sentir del activismo combativo-, la rotación y revocabilidad de los cargos sindicales, la libre expresión y representación de las minorías, la igualdad de todxs lxs trabajadores estén o no afiliados, sean efectivos o precarizadxs, el protagonismo de las hoy excluidas mujeres de la vida sindical, son tareas inaplazables, que sólo puede asumir un sindicalismo de independencia de clase, a contrapelo de los valores y la lógica del capital, así como de las luchas de aparatos.

Pero la democracia sindical no trata sólo de mecanismos de deliberación y decisión, sino es profundamente política, en tanto va de la mano de la autoconstrucción de lxs trabajadores como clase, en el transcurso de la lucha de clases.

Desde una mirada integral de la realidad se desprende la imposibilidad de constitución de la clase trabajadora como sujeto transformador sólo desde la lucha reivindicativa en el lugar de trabajo o el territorio. Reafirmando la importancia fundamental de estas luchas sectoriales, sostenemos que las relaciones de antagonismo y de dominación de clase se juegan en la totalidad del cuerpo social a través de la organización del conjunto de la sociedad para la valorización del capital. La dominación de clase involucra no sólo a quienes tienen algún vínculo laboral, sino a todxs cuyas vidas están sujetas a las normas de producción y reproducción de la vida social que impone el capitalismo.

Bajo el dominio del capital, el trabajo sólo sirve para producir mercancías, que dominan al trabajo. La lucha de lxs trabajadores y de sus organizaciones político-sindicales (y viceversa) puede mejorar la situación inmediata frente a los ataques del capital, así como también reapropiarse de las tareas hacia el bien común de manos del Estado. Entendemos que por este camino la clase va construyendo el poder popular.

En la práctica sindical tradicional -sea con conducciones burocráticas o clasistas- acotar la pelea contra la explotación a los estrechos marcos del vínculo laboral redunda en un sindicalismo corporativo que, ante la ofensiva en todos los terrenos del capital y ante el fundado temor al aislamiento, conduce a la profundización de manejos burocráticos y a recostarse en instancias estatales y/o ajenas a lxs trabajadores. Hay muchos ejemplos de conducciones combativas y democráticas que viraron hacia destinos semejantes.

La apuesta es empezar a trazar las líneas de un sindicalismo de nuevo tipo que trascienda el corporativismo en el doble sentido con que se suele usar esta palabra. El de dejar fuera a gran parte de lxs trabajadores para defender apenas a un pequeño sector. Y el de ser parte de aquellas instituciones que aportan al sostenimiento de la gobernabilidad estatal.

Para explicarlo con un ejemplo, ¿resulta hoy posible pelear con éxito por el salario docente y el presupuesto educativo sin poner en cuestión al mismo tiempo qué se enseña, cómo se enseña, quien decide en el sistema educativo y cómo garantizar una educación para todxs?, ¿no debemos apostar acaso a una íntima articulación de docentes, familias y estudiantes en este camino?, ¿acaso no sería la hora de articular la lucha de todos los sectores y niveles de la educación, con sus sindicatos y organizaciones, en un gran debate y lucha por una educación pública y popular, que se coloque como alternativa frente a la educación que nos imponen las corporaciones? ¿No deberíamos hacernos similares preguntas en todos los terrenos? ¿Por qué luchar solo por salario cuando necesitamos pelear por otra educación, otra salud, otros modelos de vivienda urbana o de transporte, otra cultura, otras modalidades de producción alimentaria, otra inserción de la Argentina en el mundo al servicio de la población y no de la ganancia?

Hay quienes interpretan, con las mejores intenciones, que hacer política de los trabajadores pasa por la candidatura de luchadores sindicales, o que se trasciende el corporativismo complementando las luchas reivindicativas con la participación electoral. Pero se mantienen así dentro de la escisión constitutiva del capital, la separación entre la vida política y la económica o social. Se participe o no de las elecciones la apuesta debe ser a la politización desde la misma vida y lucha del pueblo; la lucha reivindicativa necesita ser al mismo tiempo política. Es en esa práctica que el pueblo trabajador se debe ir autoconstruyendo como clase.

Hay también quienes, con temor a fragmentar a lxs trabajadores, alegan que los sindicatos deben evitar la “política” y limitarse sólo al reclamo por el salario y otras necesidades inmediatas. Pero quienes no hacen política acaban haciendo partidismo, que es el que siembra las semillas de la división. Porque evitar la política de las prácticas sindicales conduce a delegarla en los Partidos y en lxs candidatxs; así queda a los dirigentes el “hacer política”, mientras mantienen a la base fuera de toda decisión al respecto.

Por el contrario sostenemos que la lucha político-sindical por el conjunto de los problemas que hacen a la vida nacional y comunitaria puede articular democráticamente al conjunto de lxs trabajadores -tengan la simpatía partidaria que tengan- en tanto se impulse su debate desde las bases y no se pretenda imponer desde ninguna altura esclarecida.

“Mientras la CGT toma el té con el gobierno, las mujeres tomamos las calles”. ¿Un camino para la refundación de clase?

Esta consigna ganó las calles durante las últimas huelgas de mujeres. Fueron estas luchas masivas las que abrieron un nuevo sendero para los debates feministas que destacan el rol de las mujeres en la valorización del capital y en las condiciones para su reproducción.

Como señala Silvia Federici,

“la reproducción de la fuerza de trabajo requiere un abanico mucho más amplio de actividades que el mero consumo de mercancías, puesto que los alimentos deben prepararse para ser consumidos, la ropa tiene que ser lavada y hay que cuidar y reparar los cuerpos humanos”.

Asimismo, “el capitalismo se sustenta en la producción de un tipo determinado de trabajadores -y en consecuencia de un determinado modelo de familia, sexualidad y procreación-, lo que ha conducido a redefinir la esfera privada como una esfera de relaciones de producción y como terreno para las luchas anticapitalistas” … “lo personal se volvió político y se reconoció que el Estado y el capital habían subsumido nuestras vidas…”6.

En la actualidad la crisis en todos los órdenes generada por el capitalismo pone en el centro la pelea por la reproducción de la vida amenazada. Hay un ataque general a la esfera de los cuidados que empuja a la pelea, en primer lugar, a las mujeres, por el derecho a la alimentación, la vivienda, la salud, la educación, o a no ser fumigadxs ni contaminadxs. El capitalismo responde con represión, asesinatos y exacerbada violencia contra la mujer.

Son las mujeres -sobre las que el capitalismo patriarcal ejerce una doble explotación, como productoras y como reproductoras- las que se rebelan por no poder dar un plato decente de comida a lxs hijos, quienes salen primero a la pelea y en el transcurso de esa lucha se van descubriendo como parte de la clase trabajadora, cruzadas por el antagonismo con el capital.

Su potencia radica no sólo en su defensa de la vida, sino en que han sabido construir entre sí lazos de sororidad. El capitalismo ha puesto ingentes esfuerzos y recursos para destruir la solidaridad de clase y las ideas de lo colectivo y lo común. Pero las mujeres demuestran que es posible reconstruirlas, desde una sororidad que debe entenderse como parte de la solidaridad de clase.

Sin embargo, y a pesar de la masividad y potencia de las luchas de las mujeres en la Argentina y en muchos otros países, hay quienes niegan el carácter de clase de las luchas feministas. Y quienes lo consideran un desvío y distracción de una “verdadera” lucha de clases, o una maniobra del imperialismo, como sostuvo parte importante de la dirigencia del Partido Justicialista en una solicitada durante la pelea por el derecho al aborto legal, seguro y gratuito.

Por nuestra parte, coincidimos al respecto con Cinzia Arruzza, quien sostiene que

“Si la clase es el resultado dinámico, variable y contingente de un proceso histórico de autoconstitución a través de la lucha, uno de los peores errores políticos que se pueden cometer es el de imponer a la historia modelos abstractos preparados para determinar qué luchas de clases cuentan y cuáles no. El peligro es el regodeo nostálgico en las formas y las experiencias del pasado (o de la mera imaginación) antes que reconocer los procesos de subjetivación de clase que está teniendo lugar delante de nuestros ojos”7.

La lucha de mujeres no es por tanto algo que se dé por fuera de la lucha de clases ni un proceso que deba empalmar con la lucha de clases. ¡Ya es lucha de clases feminista! El desafío que enfrenta, en consecuencia, es el mismo que enfrenta el resto de los sectores de la clase trabajadora, articular sus luchas y reclamos en una sola vertiente contra el enemigo común.

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La potencialidad de este proceso es muy grande, tanto para la pelea global contra el capitalismo patriarcal, como por los elementos valiosos que introduce para la auto-organización de lxs trabajadorxs y para la lucha por revolucionar las organizaciones sindicales.

Lentamente, la pelea de las mujeres va penetrando en los lugares de trabajo. Comisiones de mujeres van surgiendo en empresas y sindicatos, minando el dominio burocrático que impone un patriarcalismo retrógrado, dando batalla contra patronales que suponen que el trabajo femenino les permitirá maximizar ganancias y deconstruyendo -a través de la acción colectiva- las relaciones desiguales entre géneros con sus propios compañeros de trabajo.

La pelea de las mujeres aporta perspectivas nuevas a la pelea de lxs trabajadores contra el capital y por autoconstruirse como clase. Por un lado, el feminismo abre la posibilidad de dejar de considerar el trabajo y la vida privada como dos esferas diferentes, lo que puede incitar a la clase trabajadora a reconstituirse sobre nuevas bases, para librar una pelea global, ya no fragmentada, contra el capitalismo patriarcal y colonial, construyendo en su transcurso todas las herramientas político-sindicales que considere necesarias.

Por otro lado, la ya larga pelea de las mujeres, con sus masivos encuentros nacionales desde hace más de tres décadas, con sus asambleas democráticas de miles de participantes, con su horizontalidad consecuente, con sus notables niveles de unidad por sobre las diferencias, con sus colectivas feministas, con sus publicaciones y encuentros de formación, exigiendo al Estado pero también tomando en sus propias manos lo que éste no puede o quiere hacer, va sembrando la idea y el ejemplo de que otra organización no sólo es imprescindible sino también es posible en el conjunto de la clase trabajadora.

Algunas conclusiones desde la lucha de lxs trabajadores del subterráneo y de EMFER-TATSA

Lxs trabajadores del subte de la ciudad de Buenos Aires son un ejemplo de lucha y organización para toda una camada de trabajadorxs antiburocráticxs y combativxs. Mucha agua corrió bajo el puente desde las primeras reuniones clandestinas del activismo del subte en los años ‘95 y ‘96, desde el primer paro contra los despidos en el ’97, de la pelea de las trabajadoras ese mismo año por acceder a los puestos de guardas y conductoras (mejor pagos y reservados a los hombres), de la recuperación del cuerpo de delegados de manos de la burocracia de la Unión Tranviaria Automotor (UTA), pasando por la pelea por la insalubridad y las 6 horas de trabajo (vetada por el “progresista” Aníbal Ibarra en el 2002 pero conquistada finalmente en el 2004), el rechazo a las máquinas expendedoras con que se pretendía suplantar a lxs boletexs, la lucha por el pase a planta de lxs trabajadorxs tercerizadxs, las constantes peleas por un salario que aspirara no sólo a llegar a fin de mes sino también “que permitiera el acceso a la educación y la cultura”. Y fundamental, la pelea por otro sindicalismo y por un nuevo sindicato contra la burocracia de la UTA.

Virginia Bouvet, una de las “metrodelegadas”, relata como en el transcurso de este recorrido lxs compañerxs fueron cambiando la pregunta “¿y la UTA que dice?” que “encerraba toda una definición sobre quién dirigía”, por la de “¿qué dicen las otras líneas?8”, ya con la certeza que ahora eran lxs trabajadorxs quienes dirigían. Otro trabajador describe sin medias tintas la opinión que se tenía en el gobierno sobre la democracia de base. Relata como en una reunión con el ministro de trabajo Carlos Tomada, cuando le respondieron que tenían que consultar con la base, “se puso como loco” y les dijo: “¡Déjense de hinchar las pelotas, ustedes son dirigentes o qué carajo son, ¿no representan a la gente?!”. El ministro Tomada se enervaba porque sabía muy bien en dónde residía el poder y la fuerza de la clase.

Un aporte fundamental en este recorrido fue el intento de los metrodelegados por generalizar sus conquistas al resto de lxs trabajadores lanzando un “movimiento por las 6 horas de trabajo” para combatir el desempleo, recogiendo la tradición de lucha del movimiento obrero internacional. Este movimiento no cuajó -aunque atrajo la atención de decenas de activistas de otras empresas-, entre otras cosas porque en un país con un desempleo que hacía poco pasaba del 20%, predominaba la necesidad de trabajar a como fuere y por la cantidad de horas que sea.

Un debate comenzó entonces en el activismo del subte, ¿cómo seguir tras haber conseguido la disminución de las horas de trabajo, un salario digno (mayor al de otros sectores de trabajadores) y se había impuesto un nuevo sindicato democrático? Hubo quienes sostuvieron la necesidad de encarar nuevas peleas por mejorar la situación de lxs trabajadores y quienes, generalmente desde agrupaciones partidarias de izquierda, planteaban que desde el subte se impulsara un Encuentro de organizaciones obreras o se llamara a construir un “Partido de Trabajadores9”.

Pero a lxs trabajadores del subte les acechaba un peligro que ninguna de las propuestas afrontaba. Los usuarios de ese esencial transporte en la Ciudad de Buenos Aires, trabajadores también, seguían viajando como ganado, en pésimas condiciones y, acicateados desde los medios, comenzaron a considerar esta situación como culpa de lxs trabajadores del subte a lxs que podían visualizar como una aristocracia obrera, llegando en algunos casos a los golpes. Nuevos reclamos y medidas de fuerza reforzaban el malestar y disgusto de lxs usuarixs; un encuentro o Partido de trabajadores seguía dejándolos fuera.

Unos pocos delegados y trabajadorxs plantearon la posibilidad de impulsar un movimiento en defensa del transporte, para estrechar lazos con los usuarios, apoyados en que se había dado por entonces un movimiento de trabajadores y usuarios con esa finalidad en el ferrocarril y en algunas líneas de subte, como la H, así como en el clima de época que había abierto la rebelión popular del 2001 que inspiraba reclamos más allá del propio sector. Pero esto no llegó siquiera a intentarse y, poco después, gran parte de los “metrodelegados”, aislados de otros sectores de trabajadores y de sus propios usuarios, se recostaron donde les pareció mejor: el mismo gobierno al que la democracia de base le “hinchaba las pelotas”, al punto que hace poco, uno de sus principales referentes pidió disculpas “por los paros hechos durante el gobierno de Cristina”. En cualquier caso sería injusto pretender más de lxs trabajadores de una empresa en soledad y lo que queremos valorar la inmensa experiencias de lxs trabajadorxs del subte y las grandes enseñanzas de lucha, democracia y solidaridad de clase para el conjunto de lxs trabajadorxs.

Tanto las fortalezas de la experiencia en el Subte como su talón de Aquiles fueron asumidas en los hechos por lxs trabajadores de las empresas EMFER y TATSA en su pelea de los años 2013 y 2014.

La patronal eran los hermanos Cirigliano, que tenían asimismo la concesión del ferrocarril Sarmiento, donde ocurrió la masacre de Once en febrero de 2012 con 51 víctimas fatales y cientos de heridos. En esas empresas se fabricaban y reparaban vagones. Luego de la masacre y la pérdida de la concesión del ferrocarril comenzaron los despidos, suspensiones, atrasos en los pagos, hasta llegar a la amenaza de cierre total de los establecimientos. Tras una larga pelea, lxs trabajadores lograron una victoria parcial al conservar todos los puestos de trabajo y la antigüedad, ya no donde venían desarrollando sus tareas, sino en el ferrocarril.

¿Dónde podemos encontrar razones para este triunfo en momentos en que en muchas empresas se producían derrotas?

Breve y esquemáticamente enumeraremos algunas prácticas -inusuales en luchas conducidas por la burocracia y en algunas encabezadas por sectores de izquierda- que distinguieron este conflicto construyendo una relación de fuerzas que posibilitó el triunfo:

* Se fue construyendo una organización con democracia de base. La Comisión Interna y lxs delegadxs no daban pasos sin debate previo en asamblea, sin apuros ni imposición de líneas o medidas decididas de antemano. Así, las tareas resueltas las tomaba en sus manos el conjunto.

* La unidad de lxs trabajadores no fue una declamación. Si bien EMFER y TATSA constituían dos empresas diferentes con el mismo patrón, lxs trabajadores se unificaron en la pelea, al punto que tiraron abajo el muro que separaba ambos establecimientos.

* Durante las distintas fases del conflicto se adoptó una amplia gama de medidas de lucha como la ocupación de la planta, cortes en la General Paz, resistencia organizada a la represión, movilizaciones, fondo de huelga, petitorios, festivales y escraches. Todas las medidas fueron decididas en las asambleas e implementadas colectivamente, sin que la fundamental solidaridad llegada desde otros lados y organizaciones opacara el protagonismo de sus propios trabajadores.

* A pesar del cúmulo de tareas de su propio conflicto lxs trabajadores se hicieron presentes, llevando la solidaridad a otras empresas en lucha como Lear, Donnelley, Gestamp, INTI. Esto fue retribuido a su vez con apoyo y solidaridad desde muchísimxs trabajadores.

* Fue fundamental que el conflicto, a diferencia de lo habitual, no permaneció en el marco del defensivo reclamo inmediato de sostenimiento de los puestos de trabajo y la garantización del cobro salarial. Lxs trabajadores entendieron que estaba en juego también el transporte que utiliza el pueblo trabajador por lo que, junto a los reclamos anteriores, exigieron la expropiación y estatización de la empresa para construir las formaciones ferroviarias imprescindibles para que el pueblo deje de viajar como ganado y con peligro de su vida. Asimismo, exigieron que la masacre de Once no permaneciera impune y se castigara a su propia patronal, los Cirigliano.

Desde estas posiciones lxs trabajadores no lograron impedir que el gobierno de Cristina Kirchner terminara comprando formaciones ferroviarias a China aun pudiendo fabricarlas en el país. Este resultado solo hubiera podido lograrse con una pelea de un conjunto mayor de trabajadores, no sólo lxs de dos plantas. Pero lograron conservar el empleo incorporándose al ferrocarril.

En las posiciones asumidas se observa cómo se fue construyendo la identidad de estxs trabajadores durante la lucha: no sólo se reconocieron como trabajadores metalúrgicos que fabrican trenes sino también como parte de un pueblo trabajador que viaja y padece ese transporte ferroviario.

Como lo expresó por entonces un trabajador y delegado de EMFER “No quedarnos en el estrecho corporativismo, pensarnos como una parte del pueblo trabajador, es algo que muchos critican porque creen que eso es hacer política y que los que deberían hacerla son los Partidos, pero a nosotros como trabajadores nos sirvió, y mucho”. No resta nada que agregar a estas conclusiones.

¿Organizaciones sectoriales defensivas en tiempos de ofensiva global del capital y crisis civilizatoria? Algunas conclusiones y tareas provisorias

Como venimos diciendo, aun siendo imprescindible no alcanza con sacar a la burocracia, lo que en algunos casos podrá hacerse recuperando el sindicato y en otros a través de nuevas organizaciones. Pero en todos los casos la organización sindical deberá revolucionarse. A una nueva camada de “flacos” y “flacas” le llegará su tiempo y lo hará realidad.

Lejos estamos de creer que poseemos todas las respuestas sobre como intervenir en una realidad tan compleja y tan hostil para las organizaciones de la clase. En todo caso nos proponemos apuntar algunas ideas provisorias que ayuden a desarrollar un debate que es necesario transitar con mayor intensidad.

La tarea es tan difícil como urgente; a contramano de quienes creen sensato humanizar el sistema o regularlo hacia un supuesto “desarrollo”, el capitalismo extractivista y patriarcal profundiza su crisis civilizatoria y amenaza con llevarse puesta a la humanidad. En este camino profundiza su ofensiva para exprimir al máximo nuestro trabajo. Su riqueza es nuestra muerte, como terriblemente lo muestran los ocho compañeros asesinados recientemente por la flexibilización en Vaca Muerta. Sin embargo, seguimos peleando con estructuras organizativas defensivas y escindidas, a contragolpe y retrocediendo.

Las estructuras sindicales, tras décadas de interlocución con el Estado, parecen haber desaprendido el mirar más allá de éste, en el supuesto erróneo de que el Estado frenará la irracionalidad del “mercado”. Pero no existe mercado sin Estado y la construcción imaginaria de ambos polos como antagonistas resulta parte del control de las subjetividades que sostiene al capitalismo. El único freno al “mercado” o voracidad patronal es la lucha y reapropiación colectiva de lo delegado en el Estado y el “mercado”. En otras palabras, lo colectivo o lo “común” es lo que debe oponerse a la dupla mercado/Estado capitalista.

El capitalismo no sólo ha tendido a fragmentar a lxs trabajadores como clase sino fragmenta a cada uno en su propia cabeza y prácticas. Así, cuando queremos pelear por más derechos hacemos sindicalismo y participamos de organizaciones sindicales. Y cuando queremos transformar la sociedad, hacemos política, cuidando mucho de “no mezclar” (no hacer política en lo sindical). Con esta fragmentación la burguesía puede seguir dominando al mundo. Pero sólo con estructuras defensivas y escindidas no podremos frenar el tren con que el capital nos conduce al abismo. Desde la práctica sindical es posible y necesario realizar un aporte esencial a la politización de las luchas y a la interpelación al pueblo para la construcción de otro país, otra sociedad.

Si durante la vigencia del “pacto keynesiano” pareció alcanzar con sindicatos y partidos de trabajadores como herramientas de la clase, su irremediable final nos coloca ante la necesidad de renovarlas y multiplicar herramientas político-sindicales para poner en primer plano el protagonismo popular, al tiempo de articularlas para la autoconstrucción de una misma clase trabajadora, diversa y poliforme.

El capitalismo se sostiene sobre el individualismo, la crueldad, la ausencia de empatía por el otrx. La reconstrucción de la clase trabajadora como antagonista del capital necesita de la reconstrucción de los lazos humanos, de la solidaridad de clase, de proyectos colectivos y comunitarios, del bien común. El inmenso movimiento de mujeres viene dando pasos ejemplares en este camino. La apuesta a esta reconstrucción global de la clase como sujeto tiene que escribir uno de sus capítulos en la lucha por la recuperación o reconstrucción de las organizaciones sindicales, organizaciones que deberán revolucionarse y ser de puertas abiertas, no sólo al conjunto de sus trabajadorxs sino a la comunidad, hasta hacerse irreconocibles en comparación con los sindicatos actuales

Sergio Zeta. Militante popular. Miembro de Contrahegemoníaweb

Juan Pablo Casiello. Docente. Delegado de escuela. Miembro de la Comisión directiva de Amsafé Rosario. Congresal de Ctera.

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